lunes, 5 de noviembre de 2018

EL PINCEL MÁGICO
(Cuento del folklore chino)
(Ilustración - Fuente: Internet)

Había una vez, hace muchísimo tiempo en China, un pobre huérfano llamado Ma Liang. Él no tenía a nadie que lo cuidara o lo protegiera. Así que para vivir, recogía leña y la vendía. 
Pero lo que realmente él quería hacer y lo que más deseaba en el mundo, era pintar. Sin embargo, Ma Liang era tan pobre que no podía comprar ni siquiera un pincel.


Un día, mientras pasaba por la escuela del pueblo, vió que los niños estaban muy ocupados pintando. 

- Por favor señor, -le dijo Ma Liang al profesor, -me gustaría mucho pintar, pero no tengo pincel. ¿Me podría prestar uno?


-¿Qué dices? -gritó el profesor.- ¡No eres más que un pordiosero! Fuera de aquí!

-Podré ser muy pobre, -le dijo Ma Liang,- pero aprenderé a pintar.

La siguiente vez que fue a recoger leños, usando unas ramas Ma Liang dibujó aves sobre la tierra. Cuando llegó al río, metió la mano en el agua y con el dedo mojado dibujó un pez sobre las rocas. Esa noche, cogió un pedazo de madera quemada y con ella dibujó animales y flores.


Cada día Ma Liang encontraba tiempo para hacer más pinturas. La gente lo empezó a notar.
- ¡Qué reales se ven las pinturas del niño!- decía la gente. 

- Ese pájaro que ha dibujado parece que estuviera listo para volar. Hasta parece que se le escucha cantar.

Ma Liang disfrutaba los elogios de la gente, pero todavía pensaba: “¡Si tan solo  tuviera un pincel!”



Una noche, después de que Ma Liang había trabajado todo el día arduamente, cayó en un profundo sueño. En su sueño vio a un anciano de barbas blancas muy largas y rostro amable. 
El anciano sostenía algo en la mano. 

-“Toma esto,”- le dijo a Ma Liang. -“Es un pincel mágico. Usalo con cuidado.”


Cuando Ma Liang se despertó, se dio cuenta que en los dedos sostenía un pincel.
 “¿Todavía estaré soñando?”, se preguntó. Inmediatamente se levantó y pintó un pájaro.

Al terminar, el pájaro que había pintado agitó sus alas y voló.
 Luego pintó un venado. Tan pronto como le dio la última pincelada a la piel del animal, éste rozó con la nariz a Ma Liang y salió corriendo hacia el bosque.
“¡Es un pincel mágico!” se dijo Ma Liang. Y de inmediato corrió hacia donde vivían sus amigos pobres. 
Pintó juguetes para los niños. Pintó vacas y herramientas para los agricultores. También pintó platos llenos de comida para los hambrientos.


Pero las cosas buenas no se pueden mantener en secreto por mucho tiempo. Muy pronto las noticias sobre Ma Liang y el pincel mágico llegaron a oídos del codicioso emperador.


- ¡Tráiganme a ese niño y su pincel! - ordenó el emperador. 

Sus soldados encontraron a Ma Liang y lo llevaron directamente al palacio.
Con el ceño fruncido el emperador miró a Ma Liang. 

-¡Píntame un dragón!- vociferó el emperador. 

Ma Liang empezó a pintar. Pero en vez de pintar un dragón de la suerte, pintó un viscoso sapo que de un salto se posó en la cabeza del emperador.


-¡Niño tonto!- exclamó el emperador. -¡Te arrepentirás de esto!

Entonces le arrebató el pincel mágico y ordenó a sus soldados que arrojaran a Ma Liang a un calabozo.


Luego el emperador llamó al pintor real. 

-Toma este pincel y píntame una montaña de oro,- le ordenó. 

Pero cuando el pintor real terminó la pintura, todo el oro que había pintado se convirtió en piedras.


-Entonces, -dijo el emperador, -este pincel sólo funciona con el niño. ¡Tráiganmelo!

Ma Liang fue llevado nuevamente al emperador y le dijo:

-Si pintas para mí, yo te daré oro y plata, ropa fina, una casa nueva y toda la comida y bebida que puedas desear.

Ma Liang fingió aceptar. 

-¿Qué es lo que quiere que pinte?- preguntó.


-Píntame un árbol que en vez de hojas tenga monedas de oro- le dijo el emperador con la codicia pintada en los ojos.


Ma Liang tomó el pincel mágico y empezó a pintar. Pintó muchas olas azules, y de pronto el emperador se vio frente a un océano.


-¡Eso no es lo que te dije que pintaras!- chilló el emperador. 

Pero Ma Liang lo ignoró y continuó pintando.
En medio del océano pintó una isla. Y en esa isla pintó un árbol con monedas de oro en vez de hojas.


-Sí, sí, eso está mejor,- le dijo el emperador. 

-Ahora, rápidamente píntame un bote para poder llegar a la isla.


Ma Liang pintó un gran barco velero. El emperador se subió al barco junto con muchos oficiales del más alto rango. Ma Liang pintó una cuantas líneas y una suave brisa empezó a soplar. El barco se empezó a mover lentamente hacia la isla.


-¡Rápido, más rápido!- gritaba el emperador. 

Ma Liang pintó entonces una línea curva muy grande, y empezó a soplar el viento fuertemente. 

-¡Ese viento es suficiente! -gritó el emperador. 

Pero el niño siguió pintando. Pintó una tormenta y las olas comenzaron a hacerse cada vez más grandes, meciendo el bote como si fuera un pequeño corcho en el agua. Entonces las olas destrozaron el bote en pedazos. El emperador y sus oficiales fueron arrojados a las orillas de la isla y nunca más pudieron regresar al palacio.


En lo que respecta a Ma Liang, la gente dice que por muchos años viajó de pueblo en pueblo, usando el pincel mágico para ayudar a los pobres dondequiera que iba.

Fin.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

LA OCA DE ORO
(Cuento de los hermanos Grimm)
(Ilustración  Laura Plaza Fernández)
(Fuente: https://www.domestika.org/es/lauraplaza)



Había una vez un hombre que tenía tres hijos, al tercero de los cuales llamaban "El zoquete," que era menospreciado y blanco de las burlas de todos. Un día el hermano el mayor quiso ir al bosque a cortar leña; su madre le dio una torta de huevos muy buena y sabrosa y una botella de vino, para que no pasara hambre ni sed. Al llegar al bosque se encontró con un hombrecillo de pelo gris y muy viejo, que lo saludó cortésmente y le dijo: 

- Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino. Tengo hambre y sed. 


El listo mozo respondió: 


- Si te doy de mi torta y de mi vino apenas me quedará para mí; sigue tu camino y déjame.


Dejó plantado al viejo  y siguió adelante. El mozo se puso a cortar un árbol, y al poco rato pegó un hachazo en falso y el hacha se le clavó en el brazo, por lo que tuvo que regresar a su casa a que lo vendasen. Con esta herida pagó su conducta con el hombrecillo. 

Partió luego el segundo para el bosque, y, como al mayor, su madre lo proveyó de una torta y una botella de vino. También le salió al paso el viejecito gris, y le pidió un pedazo de torta y un trago de vino. Pero también el hijo segundo le replicó con displicencia: 


- Lo que te diese me lo quitaría a mí;  ¡sigue tu camino! 


Y dejando plantado al anciano, se alejó. No se hizo esperar el castigo. Apenas había asestado un par de hachazos a un tronco cuando se hirió en una pierna, y hubo que conducirlo a su casa. 

Dijo entonces "El zoquete": 


- Padre, déjame ir al bosque a buscar leña. 


- Tus hermanos se han lastimado -le contestó el padre-; no te metas tú en esto, pues no entiendes nada. 


Pero el chico insistió tanto, que, al fin,  su padre le dijo: 


-Vete, pues, si te empeñas; a fuerza de golpes ganarás experiencia. 
Le dio la madre una torta amasada con agua y cocida en las cenizas. y una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque se encontró igualmente con el hombrecillo gris, el cual lo saludó y dijo: 


- Dame un poco de tu torta y un trago de lo que llevas en la botella, pues tengo hambre y sed. 


- No llevo sino una torta cocida en la ceniza y cerveza agria -le respondió "El zoquete"-; si te conformas, sentémonos y comeremos. 


Y se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resultó ser un magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había convertido en un vino excelente. 


- Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte. ¿Ves aquel viejo árbol de allí? Pues córtalo; encontrarás algo en la raíz -. 


Y con estas palabras, el hombrecillo se despidió. 
"El zoquete" se encaminó al árbol, lo derribó a hachazos, y al caer apareció en la raíz una oca de plumas de oro puro. Se la llevó consigo y entró en una posada para pasar la noche. El dueño tenía tres hijas, que, al ver la oca, sintieron por ella una gran curiosidad, y el deseo de poseer una de sus plumas de oro. La mayor pensó: "Será mucho que encuentre una oportunidad para arrancarle una pluma," y en el momento en que el muchacho salió de su cuarto, sujetó la oca por un ala; pero los dedos y la mano se le quedaron pegados a ella. Pronto acudió la segunda, con la idea de llevarse también una pluma de oro; pero ni bien tocó a su hermana quedó pegada a ella. Finalmente, fue la tercera con idéntico propósito, y las otras le gritaron: 


- ¡Apártate, por Dios Santo, apártate! 


Pero ella no comprendiendo por qué debía apartarse y pensando que si sus hermanas estaban allí, también ella podía estar. Se acercó y, apenas hubo tocado a la segunda, quedó asimismo, pegada sin poder soltarse. Y así tuvieron que pasarse la noche pegadas a la oca. 


A la mañana, "El zoquete," cogiendo el animal bajo el brazo, emprendió el camino de su casa, sin preocuparse de las tres muchachas, que lo seguían pegadas a la oca. En medio del campo se encontraron con el señor cura, quien, al ver la al ver la comitiva, dijo: 


- ¿No os da vergüenza, descaradas, correr de este modo tras este joven en despoblado? ¿Os parece decente? 


Y sujetó a la menor por la mano con intención de separarla; pero ni bien la tocó, quedó a su vez enganchado y tuvo de participar también en la carrera. Al poco rato acertó a pasar el sacristán, y, al ver al señor cura que seguía a las muchachas, sorprendido dijo: 


- ¿Y pues, señor cura, adónde va tan de prisa? ¿Se ha olvidado de que hoy tenemos un bautizo? -y corriendo hacia él, lo cogió de la manga, quedando asimismo sujeto. Trotando así los cinco,  se topáron con dos labradores que, con sus azadones al hombro, regresaban del campo.  El cura los llamó pidiéndoles que lo desenganchasen, a él y al sacristán; pero ni bien hubieron tocado los hombres a este último, ¡quedaron también aprisionados! Y ya eran siete los que corrían en pos de "El zoquete" y su oca. 


Poco después llegaron a una ciudad, cuyo rey era padre de una hija tan seria y adusta, que nadie, había logrado hacerla reír. Por eso el Rey había hecho pregonar que daría la mano de la princesa al hombre que fuese capaz de provocar su risa. Al enterarse de ello, "El zoquete," arrastrando todo su séquito, se presentó ante  la hija del Rey, y al ver ella aquella hilera de siete personas corriendo sin parar una tras otra, se echó a reír tan fuerte y tan a gusto, que no podía cesar en sus carcajadas. Entonces "El zoquete" la pidió por esposa. Pero el Rey, al que no gustaba aquel yerno, opuso toda clase de objeciones, y, al fin, le dijo que antes debía traerle a un hombre capaz de beberse todo el vino que cabía en la bodega de palacio. Pensó el joven en el hombrecillo del bosque y fue a pedirle ayuda. Y he aquí que en el mismo lugar donde cortara el árbol vio sentado a un individuo en cuyo rostro se pintaba la aflicción. 

Le preguntó "El zoquete" el motivo de su pesar, y el otro le contestó: 

- Sufro de una sed terrible, que no puedo calmar de ningún modo. No puedo con el agua fría, y aunque me he bebido todo un tonel de vino, ¿qué es una gota sobre una piedra ardiente? 


- Yo puedo remediar esto -díjole el joven-. Vente conmigo y te prometo que beberás hasta reventar. 


Y diciendo esto, lo condujo a la bodega real, donde el hombre la emprendió, bebe que te bebe, con las voluminosas cubas, hasta que ya le dolían las caderas, y antes de que se hubiese terminado el día, había vaciado toda la bodega. 
"El zoquete" acudió nuevamente a reclamar su novia; pero el Rey, irritado al pensar que un mozalbete que todo el mundo tenía por tonto se hubiese de llevar a su hija, le puso una nueva condición. Antes debía encontrar a un hombre capaz de comerse una montaña de pan. No se lo pensó mucho el mozo, sino que se dirigió inmediatamente al bosque, y en el mismo lugar que antes, encontró a un hombre ocupado en apretarse el cinturón y que, con cara compungida, le dijo: 


- Me he comido toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es esto para un hambre como la que yo tengo? Mi estómago sigue vacío, y no me queda más recurso que apretarme el cinturón para no morirme de hambre. 

Le dijo  "El zoquete" muy contento: 

- Vente conmigo y te vas a hartar de pan. 


Y lo llevó a la corte del Rey, el cual había mandado reunir toda la harina del reino y cocer con ella una enorme montaña de pan. El hombre del bosque se situó enfrente de ella, empezó a comer, y, al ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido. Por tercera vez reclamó "El zoquete" a la princesa; pero el Rey, buscando todavía dilaciones, le exigió que le trajera un barco capaz de ir por tierra y por agua. 
-En cuanto llegues navegando en él -le dijo-, mi hija será tu esposa. 
Nuevamente se encaminó el muchacho al bosque, donde lo aguardaba el viejo hombrecillo gris con quien repartiera su torta, y que le dijo: 
- Para ti he comido y bebido, y ahora te daré el barco. Todo eso lo hago porque fuiste compasivo conmigo. 


Y le dio el barco que iba por tierra y por agua; y cuando el Rey lo vio, ya no pudo seguir negándose a entregarle a su hija. Es entonces que se celebró la boda y a la muerte del Rey, "El zoquete" heredó la corona, y durante largos años vivió feliz con su esposa.


Fin

jueves, 23 de agosto de 2018

EL PALACIO DE LOS MONOS
(Del libro el pájaro Belverde -  cuentos populares)
(De Italo Calvino)
 (Ilustraciones-Fuente: Internet)




Una vez hubo un Rey que tenía dos hijos mellizos: Juan y Antonio.
Como no se sabía bien quién de los dos había nacido antes, y en la corte circulaban versiones distintas, el Rey no sabía cuál de ellos le sucedería en el reinado, y dijo:

- Para no perjudicar a nadie, vayan por el mundo a buscar esposa, y aquella que me haga el regalo más lindo y raro, su esposo heredará la Corona.

Los mellizos montaron a caballo y tomaron por caminos diversos.

Dos días después, Juan llegó a una gran ciudad. Conoció a la hija de un Marqués y le habló del asunto del regalo. Ella le dio una cajita sellada para llevar al Rey y festejaron el compromiso oficial.
El Rey guardó la cajita sin abrirla, esperando el regalo de la esposa de Antonio.

Antonio cabalgaba y cabalgaba y no encontraba nunca una ciudad. Se hallaba en un bosque tupido, sin sendero, que parecía no tener fin y debía abrirse paso cortando los ramajes con la espada, cuando de repente se le abrió delante un claro, y en el fondo de ese claro había un palacio todo de mármol, con los vidrios todos resplandecientes. Antonio golpeó, ¿y quién le abrió la puerta?, pues un mono. Era un mono con librea de mayordomo; le hizo una reverencia y con una gesto de la mano lo invitó a entrar. Otros dos monos lo ayudaron a bajar del caballo, tomaron el caballo de la rienda y lo llevaron a la caballerza. Él entró en el palacio y subió una escalera de mármol cubierta de alfombras y en la balaustrada estaban encaramados muchos monos, que silenciosamente lo reverenciaron. Antonio entró en una sala preparada para jugar a las cartas. Un mono lo invitó a sentarse, otros monos se le sentaron a los costados, y Antonio comenzó a jugar con ellos. A una cierta hora le preguntaron por señas si quería comer. Lo acompañaron al comedor y en la mesa servida atendían monas con delantal, y los invitados eran todos monos con sombreros emplumados. Después lo acompañaron con antorchas a un dormitorio y lo dejaron para que durmiera.

Antonio, aunque alarmado y estupefacto, estaba tan cansado que se durmió. Pero en lo más lindo del sueño, una voz lo despertó en la oscuridad, llamando: 

- ¡Antonio!

- ¿Quién me llama? – dijo él, encogiéndose en la cama.

-Antonio, ¿qué viniste a buscar hasta aquí?

- Vine a buscar una esposa que haga al Rey un regalo más lindo que el de la esposa de Juan, de modo que la Corona me toque a mí.

- Si consientes en casarte conmigo, Antonio – dijo la voz en la oscuridad -. Tendrás el regalo más lindo y la corona.

- Entonces ¡casémonos! – dijo Antonio, con un hilo de voz.

- Bien, mañana envía una carta a tu padre.

Al día siguiente Antonio escribió al padre una carta, diciéndole que estaba bien y que volvería con la esposa. Se la dio a un mono que, saltando de un árbol al otro, llegó hasta la ciudad real. El Rey, aunque sorprendido por tan insólito mensajero, se alegró mucho por las buenas noticias y lo alojó al mono en el palacio.

A la noche siguiente, Antonio fue nuevamente despertado por una voz en la oscuridad:

-¡Antonio! ¿Sigues teniendo el mismo sentimiento?

Y él contestó:

-Por supuesto.

Y la voz dijo:

- ¡Bien! Mañana envía otra carta a tu padre.

Al día siguiente Antonio volvió a escribir al padre que estaba bien, y mandó la carta con un mono. El Rey retuvo también a este mono en el palacio.

Así todas las noches la voz preguntaba a Antonio si no había cambiado de parecer y le recomendaba que escribiera a su padre, y todos los días partía un mono con una carta para el Rey. Esta historia siguió durante un mes y la ciudad real, mientras tanto, estaba llena de monos: monos sobre los árboles, monos sobre los techos, monos sobre los monumentos. Los zapateros golpeaban los clavos con un mono sobre el hombro, que repetía el gesto, los cirujanos operaban mientras los monos les robaban los cuchillos y el hilo para coser a los enfermos, las señoras iban a pasear con un mono sentado sobre la sombrilla. El Rey ya no sabía que más hacer con tanto mono.

Pasado un mes, la voz en la oscuridad finalmente dijo: 

- Mañana iremos juntos a ver al Rey y nos casaremos.

A la mañana siguiente, Antonio bajó y frente a la puerta había una hermosísima carroza con un mono por cochero sentado delante y dos monos lacayos agarrados detrás. Y dentro de la carroza, entre almohadones de terciopelo, toda enjoyada, con un estupendo tocado de plumas de avestruz, ¿Quién estaba?, Una mona. Antonio se sentó a su lado y la carroza partió.


Al llegar a la ciudad del Rey, la gente abría paso a esa carroza tan extraordinaria y todos se quedaron apabullados por la sorpresa de ver que el Príncipe Antonio había tomado por esposa a una mona.

Y todos miraban al Rey que estaba esperando al hijo en la escalera del Palacio, para ver qué cara ponía.  El Rey no por nada era Rey; ni si quiera parpadeó, como si casarse con una mona fuera la cosa más natural del mundo. Dijo solamente:

- La eligió, tendrá que casarse. - La palabra del Rey es siempre palabra de Rey.

Y recibió de las manos de la mona una cajita sellada como aquella de la cuñada.

Las cajitas se abrirían recién a la mañana siguiente, día de la boda.
La mona fue acompañada a su habitación y quiso que la dejaran sola.

Al día siguiente Antonio fue a buscar a la novia. Entró y la mona estaba frente al espejo probándose el traje de novia. Dijo:

- ¡Mira a ver si te gusto! – Y se dio vuelta. Antonio se quedó sin habla: 
de mona que era, al darse vuelta se había transformado en una encantadora muchacha, de cabellos cobrizos, alta y con un donaire que daba gusto verla. Se frotó los ojos porque no podía convencerse, pero ella dijo:

- ¡Sí, soy realmente tu novia! – y se echaron uno en los brazos del otro.

Afuera una gran muchedumbre se había reunido alrededor del palacio para ver al Príncipe Antonio que se casaba con la mona, y cuando en cambio vieron salir del brazo de tan hermosa criatura, quedaron boquiabiertos. A lo largo de todo el trayecto hacían cortejo todos los monos, sobre las ramos, sobre los techos y sobre los alfeizares de las ventanas. Cuando pasó la pareja real, cada mono dio una vuelta  sobre sí mismos y en esa vuelta todos quedaron transformados: quién en dama con traje de cola, quién en caballero con el sombrero emplumado y el espadín, quién en fraile, quién en campesino, quién en paje. Y todos fueron a engrosar el cortejo que seguía a la pareja que iba a desposarse.

El Rey abrió las cajitas de los regalos. Abrió aquella de la esposa de Juan y dentro había un pajarito vivo que volaba, y realmente era un milagro que hubiese podido estar encerrado ahí todo ese tiempo; el pajarito tenía en el pico una nuez, y dentro de la nuez había un moño de oro.

Abrió la cajita de la esposa de Antonio y también allí había un pajarito vivo y el pajarito tenía en el pico un lagarto, que realmente no se entendía cómo hacía para estar allí, y el lagarto tenía en la boca una avellana que no se sabía cómo había entrado, y una vez abierta la avellana, apareció, bien dobladito un tul bordado por cien manos con hilos de plata y oro.

El Rey ya estaba por proclamar a Antonio su heredero, y Juan ya tenía la cara larga, pero la esposa de Antonio dijo:

-Antonio no necesitas del reino de su padre, ya tiene el reino que le traigo como dote, y que él, al casarse conmigo, liberó del hechizo que nos  había hecho a todos monos.  – Y todo el pueblo de monos, que ahora eran otra vez seres humanos, aclamó a Antonio como Rey. 
Juan heredó le reino del padre y todos vivieron en paz y en concordia.

Fin.

martes, 31 de julio de 2018

EL RATÓN Y EL CAZADOR
(Cuento africano)
(Ilustración - Fuente: Internet)


Cuentan que antiguamente había un cazador que usaba trampas, abriendo grandes agujeros en el suelo.  El tenía una mujer que era ciega y con la que tuvo tres hijos.
Un día, cuando visitaba sus trampas, se encontró con el león:
-¡Buen día señor! ¿Qué hace por aquí en mi territorio?
– Ando viendo si mis trampas atraparon alguna cosa, respondió el hombre.
– Tú tienes que pagar un tributo, pues esta región me pertenece.  El primer animal que agarres, es tuyo, el segundo es mío, y así sucesivamente.
El hombre aceptó el trato y le pidió al león lo acompañe a  a visitar las trampas, una de las cuales tenía una presa: una gacela.  Conforme lo acordado, el animal quedó para el dueño de las trampas.
Pasado algún tiempo, el cazador fue a visitar a sus familiares y no volvió el mismo día.  La mujer, necesitando de comida, resolvió ir a ver si alguna de las trampas tenía alguna presa.  Al intentar encontrar las trampas, cayó en una de ellas con el hijo que traía en los brazos.
El león que estaba  espiando  entre los arbustos, vio que la presa era una persona y quedó a la espera de que el cazador viniese para entregarle el animal, según  el contrato.
Al día siguiente, el hombre llegó a su casa y no encontró ni a la mujer, ni a su hijo más pequeño.  Decidió entonces seguir las pisadas que la mujer había dejado, las que lo guiaron hasta la zona de las trampas.  Cuando llegó allí, vio que la presa del día era su mujer y su hijo.  El león de lejos, exclamó al ver al hombre aproximarse:
-¡Buen día amigo! ¡Hoy es mi turno! La trampa agarró dos animales al mismo tiempo.  ¡Ya tengo los dientes afilados para comerlos!
–  Amigo león-dijo el hombre- conversemos sentados.  La presa es mi mujer y mi hijo.
–  No quiero saber nada- protestó el león-  Hoy la caza es mía, como rey de la selva y según lo que hemos acordado.
De súbito apareció el ratón
-¡Buen día! ¿Qué sucede?, dijo el pequeño animal.
– Este hombre se rehúsa a pagar el tributo que habíamos acordado.
-Hombre, si acordaron eso, entonces ¿por qué no cumples?  Puede ser tu mujer o tu hijo, pero debes entregarlos.  Deja eso y márchate- dijo el ratón al hombre.
Muy confundido, el cazador se retiró de la conversación, quedando el ratón, la mujer, el hijo y el león.
-Oiga tío león, nosotros ya convencimos al hombre de darte las presas.  Ahora debes explicarme cómo es que la mujer fue atrapada.  Tenemos que recrear como es que esta mujer cayó en la trampa (y llevó al león cerca de otra trampa)
El ese momento el león le explicó al ratón como sucedió todo y al recrear la experiencia, el león cayó en la trampa.
Entonces, el ratón salvó a la mujer y al hijo, mandándolos a casa.
La mujer, viéndose fuera de peligro, invitó al ratón a vivir en su casa y comer todo lo que ella y su familia comían.  Fue a partir de ese momento, que el ratón pasó a vivir en la casa del hombre, royendo todo lo que existe…
Fin.

domingo, 24 de junio de 2018


EL POBRE MOZO MOLINERO Y LA 

GATITA

(Cuento de los hermanos Grimm)

(Ilustración - Fuente: Internet)




Vivía en un molino un viejo molinero que no tenía mujer ni hijos, sino sólo tres mozos a su servicio. Cuando ya llevaban muchos años trabajando con él, un día les dijo:

- Soy viejo y quiero retirarme a descansar. Salan a recorrer el mundo, y a aquel de ustedes que me traiga el mejor caballo, le cederé el molino; pero con la condición de que me cuide hasta mi muerte.

El más joven de los mozos se llamaba Juan,  era el aprendiz y los otros  lo creían muy tonto, lo llamaban Juan el tonto y no querían que llegase a ser dueño del molino. 
Es así que a la mañana siguiente se marcharon los tres juntos y, al llegar a las afueras del pueblo, dijeron los dos a Juan el tonto:

- Mejor será que te quedes aquí; en toda tu vida no podrás conseguir ni un burro tuerto.

Sin embargo, Juan insistió en ir con ellos, y al anochecer llegaron a una cueva en la que se refugiaron para dormir. Los dos mayores, que se creían muy listos, aguardaron a que Juan estuviese dormido, y luego se marcharon, abandonando a su compañero.

Cuando, al salir el sol, se despertó Juan, se encontró en una profunda caverna, miró al rededor y  exclamó:

- ¡Dios mío!, ¿dónde estoy?

Subió al borde de la cueva y salió al bosque, pensando: 
- "Solo y abandonado, ¿cómo me encontraré el caballo?"  
Mientras andaba sumido en sus pensamientos, salió a su encuentro una gatita, muy peluda, que le dijo en tono amistoso:

- ¿Adónde vas, Juan?

- ¡Ay! gatita, ¿qué puedes hacer tú por mí?

- Sé muy bien qué es lo que buscas - respondióle la gata - Un buen caballo para llevarlo con el molinero. Vente conmigo; si me sirves durante siete años, te daré uno tan hermoso como jamás lo viste en tu vida.

-¡Vaya, una gata maravillosa! - pensó Juan -; voy a probar si es cierto lo que me dice." 

La gata lo llevó a un pequeño palacio encantado en el que todos los servidores eran gatitos; saltaban con gran agilidad por las escaleras, arriba y abajo, y parecían de muy buen humor. 
Al anochecer, cuando se sentaron a la mesa, tres de ellos se encargaron de amenizar la comida con música: tocaba uno el contrabajo; otro, el violín, y el tercero, la trompeta, soplando con toda la fuerza de sus pulmones. Después de cenar, y levantados los manteles, dijo la gatita:

- ¡Anda, Juan, vamos a bailar!

- No - respondió él -, yo no sé bailar con una gata; jamás lo hice.

- Bueno, no importa, entonces, llévenlo  a la cama - mandó la gata a los gatitos. 
Lo acompañaron con una vela hasta  su dormitorio; uno le quitó los zapatos; otro, las medias y, finalmente, apagaron la luz. Por la mañana se presentaron de nuevo y le ayudaron a vestirse. Uno le puso las medias; otro le ató las ligas; un tercero le trajo los zapatos; el cuarto le lavó la cara, y, finalmente, otro se la secó con el rabo.

- ¡Qué suavidad! - dijo Juan. Pero él tenía que servir a la gata y ocuparse en partir leña todos los días.

Para ese trabajo la gata le habían dado un hacha de plata, cuñas y sierras de plata también, y una cuchilla que era de cobre. Todos los días cortaba leña y   estaba a gusto en aquella casa donde no le faltaba buena comida ni bebida. Lo único malo es que   no veía a nadie, aparte la gata y su servidumbre. 

Un día le dijo la gata:

- Ve a segar el prado y haz secar la hierba - y le dio una guadaña de plata y una piedra afiladora de oro, recomendándole que lo devolviese todo en buen estado. 
Juan, Salió a cumplir lo  mandado, y, una vez que el trabajo estuvo listo, volvió a casa con la guadaña, la piedra afiladora y el heno, y preguntó al ama si quería darle ya su prometida recompensa.

- No - le respondió la gata -; antes has de hacer una última cosa. Ahí tienes tablas de plata, un hacha, una escuadra y demás instrumentos necesarios, todos de plata para que puedas construirme una casita.

Juan, sin quejas hizo el trabajo solicitado.  Levantó una casita y al terminar,  le recordó a la gatita que seguía aún sin el caballo, a pesar de haber cumplido cuanto le ordenara. 
Pero, he aquí que sin darse cuenta, habían transcurrido ya los siete años.

La gata le preguntó entonces si quería ver los caballos que tenía a lo que Juan respondió afirmativamente. Cuando la gata abrió  la puerta de la casita,  lo primero que se apareció ante  su vista fueron doce caballos soberbios, pulidos y relucientes, que le hicieron saltar su corazón de gozo. 

La gata les dio de comer y de beber, y luego le dijo a Juan:

- Vuélvete a tu casa, ahora no te daré el caballo. Pero dentro de tres días iré yo a llevártelo -. Y le indicó el camino del molino.

Durante todo aquel tiempo, la gata no le había dado ningún traje nuevo;  así que Juan, seguía llevando su vieja blusa andrajosa que, en el curso de los siete años, ya le había quedaba pequeña por todas partes. Al llegar al molino encontró que los otros dos mozos estaban ahí, y cada uno había traído un caballo, aunque el uno era ciego, y el otro, cojo.

- ¿Dónde está tu caballo, Juan? - le preguntaron.

- Llegará dentro de tres días.

Se echaron  los otros a reír, diciendo:

- ¡Mira el bobo! ¡De dónde vas a sacar tú un caballo!

Al entrar Juan en la sala, el molinero no lo dejó sentarse a la mesa, porque iba demasiado roto y harapiento. 

- ¡Sería una vergüenza que alguien te viese! ¡Fuera, sal de mi vista!

Le sacaron  una pizca de comida, y cuando llegó la hora de acostarse, los otros se negaron a darle una cama, por lo que tuvo que acomodarse en el corral, sobre un lecho de dura paja.

Pasaron así los tres días y he aquí que se presentó una carroza, tirada por seis caballos relucientes. Venía, además, otro que un criado llevaba de la brida, destinado al pobre mozo molinero. Del coche bajó una bellísima princesa, que entró en el molino. Pero ese princesa  no era otra que la gatita, a la que el pobre Juan sirviera durante siete años. 
Entonces le preguntó al molinero por el más pequeño de los mozos, y el hombre respondió:

- No lo queremos en el molino, porque va demasiado roto; está en el corral de los gansos.

La princesa pidió entonces que fuesen a buscarlo. El muchacho se presentó sujetándose la blusa, que a duras penas alcanzaba a cubrirle el cuerpo. El criado sacó magníficos vestidos y, después que lo hubo lavado y vestido, quedó tan bello y elegante que ni un rey podía comparársele. 

Quiso la princesa ver los caballos que habían traído los otros dos, y resultó que, como ya hemos dicho,  uno era ciego y el otro cojo. Mandó entonces al criado que trajese el séptimo caballo, que no venía enganchado a la carroza, y, al verlo, el molinero hubo de confesar que jamás había entrado en el molino un animal como aquél.

- Éste es el caballo de Juan - dijo la princesa.

- Suyo será, pues, el molino - contestó el molinero.

Pero la princesa le dijo que podía quedarse con el caballo y el molino, y, llevándose a su fiel Juan, lo hizo subir al coche y se marchó con él. 
Fueron primero a la casita que él había construido con las herramientas de plata y que, a la sazón, se había transformado en un gran palacio, todo de plata y oro. 
El mozo y la princesa  se casaron, y Juan fue rico, tan rico, que ya no le faltó nada en toda su vida. Nadie diga, pues, que un tonto no puede hacer nada a derechas.

Fin.