jueves, 1 de diciembre de 2011

El Hombre que tenía mala suerte

(Cuento popular)

(Ilustración: Selma Mandine

Fuente: Internet)

Érase una vez un hombre que siempre decía que tenía mala suerte. Y de hecho la tenía, ya que todos sus emprendimientos fracasaban.


Los años iban pasando y aunque se esforzaba mucho, todo resultaba en vano... seguía teniendo mala suerte.


Cuando sembraba el campo, caía una terrible sequía, cuando no, llovía durante mucho tiempo y todo se arruinaba.

Y así pasaron muchos años hasta que empezó a pensar de verdad en su situación.
 Después de darle muchas vueltas durante un buen rato, llegó a la conclusión de que necesitaba ayuda.
 Y... quién sería más indicado para prestársela que el propio Creador.

Dios indudablemente podía darle la porción de buena suerte que, según él, le faltaba.


Así, el hombre decidió ir a ver al Creador para pedirle que le cambiara su mala suerte.

Esa noche, guardó en un atado todo lo necesario para el viaje y se acostó.
 A la mañana siguiente se puso en marcha. 
…Y caminó, caminó y caminó durante mucho, mucho tiempo.


Al cabo de algunos días, llegó a la selva. Abriéndose paso entre la maleza, de pronto escuchó una voz estridente:


- "¡Auuuuuuuu.... Auuuuuuuu!". Asombrado, el hombre que tenía mala suerte buscó el origen de esa voz pensando que a lo mejor alguien podía estar necesitando su ayuda. Después de tanto buscar encontró a un lobo y ¡cómo estaba el pobre animalito!
 Se le podían contar las costillas y su pelaje caía a mechones; daba lástima verlo.


- “¿Qué te pasa, Lobo?” - dijo el hombre que tenía mala suerte.
El Lobo contestó, temblando:

- “Estoy mal, de un tiempo a esta parte todo me sale mal. No tienes más que observar mi aspecto...”


- “¡No! No me cuentes nada más - dijo el hombre - porque yo también tengo mala suerte. Por eso voy a ver al Creador y le pediré que me dé mi porción de buena suerte”.


- “¡Al Creador! - exclamó el lobo - Por favor, si encuentras al Creador pídele también un consejo para mí”.


- “Bueno, trataré de recordarlo - dijo el hombre sin suerte, ya dándose vuelta - pero ahora me voy, pues tengo mucho camino por delante”.

Y caminó, caminó y caminó, mucho, pero mucho tiempo. 
Por fin llegó hasta una sabana. Hacía mucho calor. El sol quemaba y la sabana parecía no tener fin. 


- “Ay, qué no daría yo por un poco de sombra!”, - pensó el hombre.
 Nada más pensarlo, y vio a lo lejos un árbol. Llegó hasta él y se recostó a descansar apoyándose en su tronco. Apenas cerró los ojos, oyó una voz:


- “¡Oooooooohh! ¡Ooooooooohh!”
- Sobresaltado, el hombre que tenía mala suerte abrió los ojos pero no pudo ver a nadie quejándose. Nuevamente se recostó, y.... ¡otra vez escuchó aquella voz!


- “¡Oooooooohh! ¡Ooooooooohh!”. 
 Así sucedió varias veces, sin poder descubrir de dónde procedían aquellos quejidos. Hasta que por fin se le ocurrió preguntar:
- “¿Eres tú, Árbol?”


- “Sí, soy yo”.
- contestó el árbol.

- “¿Qué te pasa?”
- preguntó el hombre que no tenía suerte.

- “¡No lo sé! De un tiempo a esta parte, todo me sale mal. ¿No ves mis ramas torcidas y mis hojas marchitas?”


- “¡No sigas! Ya sé de qué me estás hablando. Yo también tengo mala suerte; por eso voy a pedirle al Creador que me la cambie.


Entonces el árbol alzó sus ramas y dijo:

- “Por favor, pídele también un consejo para mí”.


- “Bueno, bueno, si me acuerdo lo haré”- alcanzó a decir el hombre, antes de marcharse.
…

Y caminó, caminó y caminó, mucho, mucho tiempo.
 Hasta que empezó a adentrase en unos cerros que habían más allá de la sabana. Y desde allí avistó un maravilloso valle que resplandecía tras una colina. Parecía un paraíso: estaba cubierto de árboles, flores, prados, un riachuelo, pájaros... Bajando al valle descubrió, en medio de aquel precioso paisaje, una casa muy acogedora como de cuento. Se acercó y vio que en la terraza, delante de la casa, una mujer muy hermosa parecía esperarle, pero la mujer tenía los ojos muy tristes.


- “Hola - dijo la mujer -. Pase, se lo ve muy cansado”. 
 El hombre aceptó de buen grado. Pasaron una velada muy especial. Tomaron una comida sabrosa y se contaron muchas cosas.


- “Te noto triste” - observó el hombre.


- “Sí, es verdad” - respondió ella – “De un tiempo a esta parte no me siento bien. Vivo en este lugar maravilloso y, sin embargo, siento que algo me falta”.


- “¡No sigas! Conozco la sensación - manifestó él -, por eso voy a ver al Creador para que me cambie la suerte”.


Ella abrió grandes los ojos y exclamó:

- “¡Si lo encuentras, dile que te dé un consejo para mí”.
 A la mañana siguiente, el hombre prosiguió su viaje.
… Y caminó, caminó y caminó, mucho, mucho tiempo. 
 Al cabo de muchos días llegó al Fin del Mundo. Se asomó. Miró hacia abajo, a la derecha, a la izquierda y hacia arriba, pero no distinguió nada. Sólo había estrellas. De repente, una nube se detuvo frente a él, tomando la forma de la cara de un hombre.


- “¿Tú eres el Creador?”- preguntó el hombre.
 Escuchó entonces una voz, muy cerquita suyo, que le respondió:

-“Sí, yo soy”.
 Dijo la voz.

- “Tú sabes que las cosas me van mal y he venido para pedirte que cambies mi suerte”.


- “Eso me parece un poco raro, yo nunca mando a nadie sin suerte al mundo, pero está bien. No te preocupes” - dijo la Voz - “Estoy de acuerdo. Sólo hay una sola cosa que debes de hacer: tienes que estar muy atento, alerta y muy pendiente y buscar tu buena suerte porque la tienes justo frente a ti”.


El hombre se puso muy contento y se despidió rápidamente. Quería llegar cuanto antes a su casa para ver si su suerte había cambiado realmente. 
…Y corrió, y corrió y corrió durante mucho tiempo.
 Hasta que llegó al valle. Estaba pasando de largo frente a la casa, cuando la mujer lo vio y lo llamó.


- “¡Eh! ¡Ven aquí! Cuéntame lo que ha pasado”.


- “He visto al Creador y me ha prometido mi suerte. Sólo me pidió que estuviera atento, alerta y muy pendiente porque mi suerte la tender frente a mi. Ahora tengo que irme porque no sea que se pase de largo”.


- “Un momento- pidió ella -¿Y no te ha dado un consejo para mí?”.


- “A ver...a ver si recuerdo... ¡Ah! Sí. Me dijo que lo que te faltaba era un hombre, un compañero que compartiera la vida contigo aquí en este valle”.


Con estas palabras, la cara de la mujer se iluminó y exclamó:


- “¡Sí! ¡Sí, eso es! Oye..y ¿quieres ser tú ese hombre?”


- “Me gustaría mucho- contestó él - pero no puedo. Tengo que seguir mi camino y buscar mi buena suerte, Dios me dijo que tenía que estar atento, alerta y muy pendiente. Adiós, me voy corriendo”.
…

Y corrió y corrió y corrió durante mucho tiempo.
 Después de varios días, llegó nuevamente a la sabana. Al pasar corriendo junto al árbol, éste lo detuvo y le interrogó:


- “¿Qué ha pasado, buen hombre?”.


Nuevamente el hombre relató su historia y nada más terminarla quiso salir corriendo; pero el árbol le preguntó:


- “¿Y para mí? ¿Para mí no te dio ningún consejo?”


- “A ver... a ver... Ah! Sí – recordó el hombre -. Me dijo que debajo de tus raíces había un enorme tesoro que te impide crecer. Lo único que tienes que hacer es desenterrar el tesoro y todo te irá bien nuevamente”.


Después de responder al árbol, el hombre quiso salir corriendo. Pero nuevamente el árbol lo detuvo:


- “Mira, yo no puedo sacar ese tesoro. Si tú lo quieres hacer por mí, te lo puedes llevar... A mí no me sirve y lo único que necesito es que mis raíces se alimenten de la tierra para poder volver a crecer”.


- “Me encantaría ayudarte, pero tengo que seguir mi camino y buscar mi buena suerte. Dios me dijo que tenía que estar atento, alerta y muy pendiente. Lo siento, adiós”. – dijo el hombre, en tanto se alejaba de allí.
…

Y corrió y corrió y corrió durante mucho tiempo.
 Llegó nuevamente a la selva y en cuanto entró en ella, comenzó a escuchar aquellos temibles quejidos del lobo. Quiso pasar de largo, pero el lobo lo llamó.
 Entonces el hombre le contó su historia y se dispuso a marcharse, pero el lobo le preguntó:


- “¿Y para mí... ¿Para mí no te dio el Creador un consejo?”


- “A ver... a ver... si lo recuerdo...¡Ah! sí, me dijo que para ponerte fuerte nuevamente, sólo tienes que hacer una cosa: comerte a la criatura más estúpida 
de la tierra y todo te irá bien.


Entonces el lobo se levantó con sus últimas fuerzas, se abalanzó sobre el hombre y...¡LO DEVORÓ!


jueves, 3 de noviembre de 2011

Los Cinco Hermanos

(Cuento popular chino)

(Ilustración: Luisa Audit

Fuente: Internet)

Una vez hubo en China cinco hermanos que parecían idénticos.

El primer hermano se podía tragar el mar.

El Segundo hermano tenía el cuello de hierro.

El tercer hermano podía estirar sus piernas kilómetros y kilómetros.

El cuarto hermano no podía ser quemado.

El quinto hermano era capaz de contener la respiración eternamente.

El pasatiempo favorito del primer hermano era la pesca.

Un día un niño le preguntó si podía ir a pescar con él.

Pero el primer hermano le dijo que no.

El muchachito deseaba tanto ir que se lo pidió insistentemente. Y tanto le pidió el niño que este finalmente le permitió acompañarle.

- Pero con una condición – dijo el hermano - Cuando te haga una señal, debes regresar de inmediato.

- Así lo haré, lo prometo. - dijo el chico.

Mientras el hermano y el muchacho caminaban hacia la playa, el hermano mayor recordó al chico su promesa:

- Cuando te haga una señal, debes volver de inmediato.

- ¡Así lo haré! - volvió a prometer el muchacho.

Entonces, abriendo la boca todo lo que pudo, ¡el primer hermano se tragó el mar de un sorbo inmenso!. El fondo del mar se extendió ante ellos, revelando todos sus tesoros de peces y caracolas. El muchacho empezó a recoger las más preciosas de aquellas maravillas, “las caracolas”.

Ahora bien, retener el mar en la boca es un trabajo muy pesado, así que cuando sus mejillas empezaron a hincharse, el hermano hizo una señal al chico para que volviera a la playa. Pero el muchacho estaba demasiado ocupado buscando caracolas raras como para reparar en ello.

El hermano agitó sus brazos en el aire, pero el chico no regresó tampoco.

El hermano notaba que el mar crecía por momentos en su interior. No lo podría retener mucho tiempo mas.

Desesperado, gesticuló como un loco; pero el chico estaba demasiado lejos para ver sus señas. El mar empezaba a derramarse de la boca del hermano. Finalmente, con una enorme ola, el mar salió a raudales, y en un instante el muchacho desapareció.

Cuando el primer hermano volvió a casa sin el chico, los del pueblo no creyeron su historia. Fue condenado a que le cortaran la cabeza.

Al día siguiente, antes de la ejecución, el hermano pidió al juez que le permitiera despedirse de su madre antes de morir. El juez accedió.

Una vez en casa, se cambió por el Segundo hermano, que tenía el cuello de hierro.

Los habitantes del pueblo se congregaron para ver cómo el verdugo ejecutaba la sentencia. Pero cuando la espada cayó sobre el cuello reboto y se escuchó un ruido metálico. Una y otra vez, trató en vano el verdugo de cortarle la cabeza.

Los aldeano estaban muy enfadados. El hermano debía morir por su crimen, así que decidieron a que fuera ahogado.

Igual que antes, el Segundo hermano preguntó al juez si podía ir a despedirse de su madre antes de morir. El juez accedió.

Fue a su casa pero en su lugar regresó el tercer hermano, que podía estirar las piernas kilómetros y kilómetros. En una barca de remos, llevaron al tercer hermano a alta mar y le echaron por la borda. Primero se hundió bajo las olas; después sus piernas empezaron a estirarse y estirarse, hasta que sus pies se apoyaron en el fondo del mar y su cabeza quedó justo encima del agua.

Los aldeanos estaban aún más enfadados. ¿Cómo podrían castigar al hermano chino?. Tal vez podrían quemarle. Así que a la mañana siguiente prepararon una hoguera para quemarlo.

Por tercera vez, el hermano chino pidió al juez que le dejaran ir a despedirse de su madre antes de morir. El juez accedió. El tercer hermano se marchó y en su lugar volvió el cuarto hermano, el que no podía ser quemado.

Los aldeanos le ataron en medio de la hoguera, asegurándose de que no pudiera escapar. Encendieron el fuego y esperaron. Las llamas cubrieron por completo al cuarto hermano. Pero él permaneció en pie, en medio de la resplandeciente pira, sonriendo y pidiendo que añadieran más leña. Los aldeanos no podían creerlo.

¡Tenía que haber una forma de castigarle!.

-¡Asfixiémosle!- gritó un hombre entre la muchedumbre-. Si esto no da resultado es que es inocente.

El cuarto hermano preguntó al juez si podía ir a despedirse de su madre por última vez.

Se marchó el cuarto hermano y en su lugar regresó el quinto, el que podía contener la respiración eternamente.

Esta vez los aldeanos no querían correr ningún riesgo.

Llenaron un horno de ladrillos de una crema espesa, empujaron al hermano al interior del horno y sellaron todos los respiraderos.

- “Nadie puede sobrevivir a esto”.- dijeron los aldeanos.

Toda la noche vigilaron el horno. Al amanecer lo abrieron. Empujaron la puerta hacia un lado ¡y salió el quinto hermano!.

- ¡Ah! – bostezó éste - ¡Que estupendo sueño!

Los aldeanos desistieron. Lo habían intentado todo para castigar al hermano, pero nada había funcionado.

- Juzgamos que eres inocente - dijo el juez. - Te dejamos libre.

El hermano y su familia se alegraron mucho. Desde luego, los cinco hermanos eran inocentes. Fue culpa del chico su desaparición en el mar cuando pescaba.

Tenía que haber hecho lo que le dijeron, ¿no es cierto?.

domingo, 9 de octubre de 2011

El Rey que no quería bañarse

(Cuento de Ema Wolf)

(Ilustración: Claudia Kleydhe en Flickr

Fuente: Internet)

Las esponjas suelen contar historias muy interesantes, el único problema es que lo cuentan en voz muy baja y para oírlas hay que lavarse muy bien las orejas. Una esponja me contó una vez lo siguiente: En una época lejana las guerras duraban mucho, un rey se iba a la guerra y tardaba treinta años en volver, cansado y sudado de cabalgar, y con la espada tinta en chunchulín enemigo.

Algo así le sucedió al rey Vigildo. Se fue a la guerra una mañana y volvió veinte años más tarde, protestando porque le dolía todo el cuerpo.

Naturalmente lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañera con agua caliente. Pero cuando llego el momento de sumergirse en la bañera, el rey se negó.

-No me baño –dijo- ¡No me baño, no me baño y no me baño!

La reina, los príncipes, la parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.

-¿Qué pasa majestad? – Preguntó el viejo chambelán

- ¿Acaso el agua está demasiado caliente? ¿El jabón demasiado frío? ¿La bañera demasiado profunda?


-No, no y no –contestó el rey- pero yo no me baño nada.

Por muchos esfuerzos que hicieron para convencerlo, no hubo caso.

Con todo respeto trataron de meterlo en la bañera entre cuatro, pero tanto grito y tanto escándalo formo para escapar que al final lo soltaron.

La reina Inés consiguió cambiarle las medias, -¡las medias que habían batallado con el veinte años! - pero nada más.

Su hermana, la duquesa flora le decía:

-¿Qué te pasa Vigildo? ¿Temes oxidarte o despintarte o encogerte o arrugarte..?

Así pasaron días interminables. Hasta que el rey se atrevió a confesar:

- ¡Extraño las armas, los soldados, las fortalezas, las batallas! Después de tantos años de guerra, ¿Qué voy a hacer yo sumergido como un besugo en una bañera de agua tibia? Ademas de aburrirme, me sentiría ridículo.

Y termino diciendo en tono dramático:

- ¿Qué soy yo, acaso un rey guerrero o un poroto en remojo?

Pensándolo bien el rey Vigildo tenía razón. ¿Pero cómo solucionarlo? Razonaron bastante, hasta que al viejo chambelán se le ocurrió una idea. Mando hacer un ejército de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza, su caballo, y pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados del rey. También construyeron una pequeña fortaleza con puente levadizo y con cocodrilos del tamaño de un carretel, para poner en el foso del castillo.
 Fabricaron tambores y clarines en miniatura. Y barcos de guerra que navegaban empujados a mano o soplidos.

Todo esto lo metieron en la bañera del rey, junto con algunos dragones de jabón.

Vigildo quedo fascinado. ¡Era justo lo que necesitaba!

Ligero como una foca, se zambullo en el agua. Alineo a sus soldados, y ahí, no mas inicio un zafarrancho de salpicaduras y combate. Según su costumbre daba órdenes y contraordenes. Hacía sonar la corneta y gritaba:

-¡Avanzad mis valientes! Glup, glup. ¡No reculéis cobardes! ¡Por el franco izquierdo! ¡Por la popa…! Y cosas así.

La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.

También que esa costumbre quedó para siempre. Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos sus tambores sus cascos sus armas, sus caballos sus patos y sus patas de rana.

Y si no hacen eso, cuénteme lo aburrido que es bañarse.

viernes, 2 de septiembre de 2011

El traje nuevo del Emperador

(Cuento de Hans Christian Andersen)

(Ilustración: Gustavo Aimar

Fuente: Internet)

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela.

Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

- ¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? - preguntó uno de los tejedores.

- ¡Oh, precioso, maravilloso! - respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes -. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

- Nos da una buena alegría - respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

- ¿Verdad que es una tela bonita? - preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre -, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

- ¡Es digno de admiración! - dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

- ¿Verdad que es admirable? - preguntaron los dos honrados dignatarios -. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos - y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! - pensó el Emperador -. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

- ¡Oh, sí, es muy bonita! - dijo -. Me gusta, la apruebo -. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: - ¡oh, qué bonito! -, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. - ¡Es preciosa, elegantísima, estupenda! - corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

- Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. - Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

- ¡Sí! - asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

- ¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva - dijeron los dos bribones - para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

- ¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! - exclamaban todos -. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

- El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.

- Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador -. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

- ¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

- ¡Pero si no lleva nada! - exclamó de pronto un niño.

- ¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! - dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

- ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

- ¡Pero si no lleva nada! - gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.


jueves, 11 de agosto de 2011

El Paje y el Rey

(Cuento Europeo)

(Ilustración: Laura Michell

Fuente: Internet)

Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que como todo sirviente de rey triste, era muy feliz.

Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y despertaba al rey cantando y tarareando alegres canciones de juglares. Una gran sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre.

Un día, el rey lo mandó llamar.

-Paje -le dijo- ¿cuál es el secreto?

-¿Qué secreto, Majestad?

-¿Cuál es el secreto de tu alegría?

-No hay ningún secreto, Majestad.

-No me mientas, paje. He mandado cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.

-No le miento, Majestad. No guardo ningún secreto.

-¿Porqué estás siempre alegre y feliz? ¿Eh? ¿Por qué?

-Majestad, no tengo razones para estar triste. Su Majestad me honra permitiéndome atenderlo. Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa. Su Majestad me premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos. ¿Cómo no estar feliz?

-Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar -dijo el rey-. Nadie puede ser feliz por esas razones que has dado

-Pero, Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay nada que yo esté ocultando...

-¡Vete! ¡Vete antes de que llame al verdugo!

El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación El rey estaba como loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba feliz viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana.

-¿Por qué es feliz?

-Ah, Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo.

-¿Fuera del círculo ?

-Así es.

-¿Y eso es lo que lo hace feliz?

-No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.

-A ver si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz.

-Así es.

-Y él no está.

-Así es.

-¿Y cómo salir?

-¡Él nunca entró!

-¿Qué círculo es ese?

-El círculo del 99.

-Verdaderamente, no te entiendo nada.

-La única manera para que me entiendas será mostrándote los hechos.

-¿Cómo?

-Haciendo entrar al paje en el círculo.

-Eso, obliguémoslo a entrar.

-No, Majestad, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.

-Entonces habrá que engañarlo.

-No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrara solito, solito.

-Pero ¿no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?

-Sí, se dará cuenta.

-Entonces no entrará.

-No lo podrá evitar.

-¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir?

-Tal cual, Majestad, ¿estás dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del circulo?

-Sí.

-Bien, esta noche te pasaré a buscar. Debes tener preparada una bolsa de cuero con 99 monedas de oro, ni una más ni una menos. ¡99!

-¿Qué más? ¿Llevo los guardias por si acaso?

-Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.

-Hasta la noche.

Así fue. Esa noche el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. Esperaron el alba. Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la bolsa y le pinchó un papel que decía:

Este tesoro es tuyo.
 Es el premio por ser un buen hombre. 
Disfrútalo y no le cuentes a nadie cómo lo encontraste.

Luego ató la bolsa con el papel en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a esconderse.

Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban desde atrás de unas matas lo que sucedía. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció. Apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia todos lados y entró en su casa.

Desde afuera escucharon la tranca de la puerta, y se arrimaron a la ventana para ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado sólo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido en la mesa. Sus ojos no podían creer lo que veían.

¡Era una montaña de monedas de oro! Él, que nunca había tocado una de estas monedas, tenía hoy una montaña de ellas para él.

El paje las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. Así, jugando y jugando, empezó a hacer pilas de 10 monedas Una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis, y mientras sumaba 10, 20, 30 ,40, 50, 60... hasta que formó la última pila: ¡9 monedas!

Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego el piso y finalmente la bolsa.

"No puede ser", pensó.

Puso la ultima pila al lado de las otras y confirmó que era mas baja.

-¡Me robaron -gritó- me robaron, malditos!

Una vez más busco en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas; vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro, sólo 99.

"99 monedas de oro. Es mucho dinero", pensó. "Pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo" pensaba. "Cien es un número completo, pero ¡noventa y nueve no!"

El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que asomaban sus dientes. El sirviente guardó las monedas en la bolsa, y mirando para todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos sobre cuánto tiempo tendría que ahorrar para comprar su moneda número cien.

Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después, quizás, no necesitaría trabajar más. Con cien monedas de oro un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas un hombre es rico. Con cien monedas se puede vivir tranquilo.

Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario, y algún dinero extra que recibiera, en once o doce años podría juntar lo necesario.

"Doce años es mucho tiempo", pensó. "Quizás pudiera pedirle a mi esposa que buscara trabajo en el pueblo por un tiempo".

Y él mismo, después de terminar su tarea en el palacio, a las cinco de la tarde, podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello. Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo, y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero. ¡Era demasiado tiempo! Quizás pudiera llevar al pueblo lo que quedaba de comida todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más comida habría para vender... Vender... Vender... Estaba haciendo calor, ¿para qué tanta ropa de invierno? Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.

El rey y el sabio volvieron al palacio. El paje había entrado en el círculo del 99...

Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le ocurrieron aquella noche.

Una mañana, el paje entró a la alcoba real golpeando las puertas, refunfuñando y de pocas pulgas.

-¿Qué te pasa? -preguntó el rey de buen modo.

-Nada me pasa, nada me pasa.

-Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.

-Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su Majestad, que fuera su bufón y su juglar también?

No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.

A veces, por querer mucho, perdemos lo poco que tenemos...