viernes, 24 de junio de 2016

LA CAMPANILLA PLATEADA
(cuento popular Japonés)
(Ilustración - fuente:  Internet)


Vivía una vez en un templo de una pequeña ciudad, junto al mar, un monje anciano y bondadoso. Por encima de todo le gustaba sentarse en el porche y contemplar las olas. Y para no sentirse demasiado solo, había instalado en el tejado sobre el porche, una campanilla platead, atada a una ancha tira de papel que llevaba escrito un maravilloso poema. Y cuando el viento soplaba, aunque sólo fuera un poquito –y al borde del mar siempre hace aire-, el papel se balanceaba y la campanilla plateada tintineaba agradablemente. El viejo monje se sentaba en el porche, contemplaba el mar, escuchaba el sonido cristalino de la campanilla plateada y sonreía de felicidad.

En la misma ciudad vivía también un boticario.
Desde hacía mucho tempo le perseguía la mala suerte; en nada d el que emprendía tenía éxito, y estaba tan triste que ya no sabía qué hacer. En su desdicha, un día se puso en marcha para visitar al viejo monje y pedirle consejo. Cuando vio al monje sentado en el porche  lleno de satisfacción, y oyó el dulce sonido de la campanilla plateada, se dio cuenta de pronto de que él también estaría más alegre si pudiera estar sentado en su porche y escuchar la campalilla. Reflexionó un buen rato y luego pidió al monje que le prestara la campalilla aunque sólo fuera por un día.

-¿Por qué no iba a prestártela? – dijo el monje amablemente.- Pero no olvides devolvérmela mañana, porque sin la campanilla estoy muy triste.

El boticario dio las gracias respetuosamente al monje y le prometió devolverle la campanilla, sin falta, al día siguiente. Luego volvió a su casa y colgó la campanilla sobre su porche. La campanilla se puso a tintinear y el corazón del boticario se volvió ligero, ligero, y el mundo le pareció de repente tan bello que empezó a bailar.

Al día siguiente, el monje se puso de muy mal humor desde el amanecer. No para de salir al camino que había delante del templo para ver si llegaba el boticario. Pero éste no venía. Así pasó una hora, luego otra, y como a mediodía el boticario seguía sin aparecer con la campanilla, el monje llamó a su discípulo y le ordenó:

- Corre a toda velocidad a casa del boticario. Ayer me pidió prestada mi campanilla plateada y tenía que devolvérmela esta mañana. Ve, recuérdaselo y dile que espero con impaciencia.

El discípulo corrió a casa del boticario, pero apenas llegó a su jardín, se detuvo, asombrado. Oyó el alegre tintineo de la campanilla y vio al boticario bailando en el jardín; las mangas de los faldones de su quimono flotaban al ritmo de la danza. El muchacho no sabía cómo dirigirse al boticario; y, de pronto, él también se puso tan alegre que empezó a bailar.

Pasó una hora, luego otra: el boticario todavía no había venido y el discípulo tampoco regresaba. El anciano monje movió la cabeza contrariado y, como cada vez estaba más triste, llamó a su segundo discípulo y le ordenó:

- Corre lo más deprisa que puedas a casa del boticario y dile que me devuelva mi campanilla plateada. Y si, por el camino encuentras a mi primer discípulo, dile que debería darle  vergüenza desobedecer a su maestro.

El segundo discípulo corrió tan deprisa  como sus piernas se lo permitieron. Al entrar en el jardín del boticario, oyó un alegre tintineo y vio, lleno de asombro, al boticario y al primer discípulo bailando en el jardín. Y antes de que pudieran decidir si regañaría al muchacho por su olvido o recordaría al boticario que devolviera la campanilla, empezó él también a girar al ritmo de la danza y se olvidó del mundo.

Otra hora había pasado, luego otra más. El sol se ponía en el horizonte. Pero ni el boticario ni ninguno de los discípulos aparecían. El anciano monje no podía explicarse lo que ocurría. De repente, se puso más triste de lo que había estado jamás. Por fin, como ya no podía más, se calzó las sandalias y se dirigió personalmente a casa del boticario.

Mucho antes de entrar en el jardín, oyó el dulce tintineo de su amada campanilla y unas risas alegres. Al entrar, vio al boticario y a sus dos discípulos cogidos de la mano. Bailaban hacia la izquierda, luego hacia la derecha, y una plácida sonrisa iluminaba sus caras.

El monje movió la cabeza y no sabía cómo explicarse el fenómeno. Pero aquello no duró mucho. De pronto, su tristeza se desvaneció, sus pies empezaron a moverse solos, el monje sonrió al boticario, estrechó sus dos manos a cada uno de sus discípulos y siguieron bailando los cuatro.
¿Y qué pasó después? Bueno, si quisiéramos saberlo habría que enviar a alguien al jardín del boticario. Pero no es seguro que ni volvería. Porque cuando oyera el sonido alegre de la campanilla y viera a las cuatro personas bailar en el jardín, lo olvidaría todo y se uniría a ellos. Entonces tendríamos que enviar a un segundo, a un tercero, a un cuarto…
Y es por eso que dicen que todo aquel que va a aquel jardín no deja de bailar. Y dicen también que siguen bailando hasta el día de hoy.

Fin