viernes, 23 de agosto de 2019

GARBANCITO Y EL BUEY
(Cuento popular) 
(Del libro El pájaro Belverde de Ítalo Calvino)
(Ilustración: Emanuele Luzzati Fuente: Internet)





Había un hojalatero que no tenía hijos. Un día su mujer estaba sola en la casa y hacía hervir unos garbanzos. Pasó una mendiga y pidió una escudilla de garbanzos como limosna.
—No es que a nosotros nos sobren los garbanzos —dijo la mujer del hojalatero—, pero donde comen dos también comen tres: aquí tiene una escudilla y apenas los garbanzos estén cocidos, le doy un cucharón lleno.
—¡Por fin encontré un alma bondadosa! —dijo la mendiga—. Mire: yo soy un hada y quiero premiarla por su generosidad. ¡Pídame lo que quiera!
—¿Qué puedo pedirle? —dijo la mujer—. El único disgusto que tengo es el de no tener hijos.
—Si no es más que eso —dijo el hada, golpeando las manos—, ¡que los garbanzos en la olla se le vuelvan hijos!

El fuego se apagó, y de la olla, como garbanzos que hierven, saltaron afuera cien niños, pequeños como granitos de garbanzos y empezaron a gritar: 
—¡Mamá, tengo hambre! ¡Mamá, tengo sed! ¡Mamá, álzame en brazos!—, y a desparramarse por los cajones, las hornallas, los tarros. La mujer, asustada, se agarró la cabeza: 
—¿Y cómo hago ahora para sacarle el hambre a todas estas criaturas? ¡Pobre de mí! ¡Lindo premio que me dio! ¡Si antes, sin hijos, estaba triste, ahora que tengo cien estoy desesperada!
—Yo creí hacerla feliz —dijo el hada—, pero si no es así, ¡que sus hijitos vuelvan a ser garbanzos! —y golpeó otra vez las manos.
Las vocecitas no se oyeron más y en lugar de los hijitos había sólo muchos garbanzos desparramados por la cocina. La mujer, ayudada por el hada, los recogió y volvió a ponerlos en la olla; eran noventa y nueve.
—¡Qué raro! —dijo el hada—, hubiera jurado que eran cien.
Después el hada comió su escudilla de sopa, saludo y se fue.
Al quedarse a solas, la mujer sintió nuevamente una gran tristeza; sintió ganas de llorar y decía: 
—¡Oh, si por lo menos me hubiera quedado uno; ahora me ayudaría, y podría llevarle de comer a su padre al taller.
Entonces oyó una vocecita que decía: 
—¡Mamá, no llores, aún estoy yo!—. Era uno de los hijitos, que se había escondido detrás del asa de la jarra.
La mujer sintió una gran alegría: 
—¡Oh, querido, sal afuera! ¿cómo te llamas?
—Garbancito —dijo el niño deslizándose por la jarra y poniéndose de pie sobre la mesa.
—Muy bien mi Garbancito —dijo la mujer—, ahora tienes que ir al taller a llevarle de comer a papá—. Preparó el canasto y lo puso sobre la cabeza de Garbancito.
Garbancito comenzó a andar y se veía sólo el canasto que parecía caminar solo. Preguntó cuál era el camino a un par de personas y todas se asustaban porque creían que era un canasto que hablaba. Llegó al taller y llamó: 
—¡Papá, papá, ven: te traigo de comer!
Su padre pensó: “¿Quién me llama? ¡Yo no he tenido nunca hijos!” Salió y vio el canasto y debajo del canasto salía una vocecita: 
—Papá, levanta el canasto y me verás. Soy tu hijo Garbancito, nacido esta mañana.
Lo levantó y vio a Garbancito. 
—¡Muy bien, Garbancito! —dijo el padre, que era tachero—, ahora vienes conmigo, porque debo ir a recorrer las casa de los campesinos, para ver si tienen algo roto que yo pueda arreglar.
Y el papá se puso en el bolsillo a Garbancito y se encaminaron. Por el camino no hacían más que charlar y la gente veía al hombre que parecía hablar solo, y parecía estar loco.
Preguntaba en las casas: 
—¿Tienen algo para soldar?
—Sí, tendríamos algo —le contestaron—, pero a usted no se lo damos porque está loco.
—¿Cómo loco? Yo soy más cuerdo que todos ustedes. ¿Qué están diciendo?
—Decimos que por la calle no hace más que hablar solo.
—Pero no hablo solo. Conversaba con mi hijo.
—¿Y dónde tiene a ese hijo?
—En el bolsillo.
—¿No ve que tenemos razón? Está loco.
—Bueh, se lo muestro —y sacó del bolsillo a Garbancito montado en uno de sus dedos.
—¡Oh, qué lindo hijito! Póngalo a trabajar con nosotros, haremos que vigile al buey.
—¿Te quedarías Garbancito?
—Yo sí.
—Entonces te dejo aquí y pasaré a buscarte esta noche.
A Garbancito lo montaron sobre el cuerno de un buey y parecía que el buey estaba solo allí, en medio del campo. Pasaron dos ladrones y viendo el buey sin custodia lo quisieron robar. Pero Garbancito se puso a gritar:
—¡Patrón! ¡Venga, patrón!
Corrió el campesino y los ladrones le preguntaron: 
—Diga, señor, ¿de dónde sale esa voz?
—Ah —dijo el patrón—. Es Garbancito. ¿No lo ven? Está ahí, sobre un cuerno del buey.
Los ladrones miraron a Garbancito y dijeron al campesino: 
—Si nos lo presta por unos días, lo haremos rico— y el campesino lo dejó ir con los ladrones.

Con Garbancito en el bolsillo, los ladrones fueron a la caballeriza del Rey, para robar caballos. La caballeriza estaba cerrada, pero Garbancito pasó por el agujero de la cerradura, abrió, fue a desatar los caballos y pudo escaparse con ellos, escondido en la oreja de un caballo. Los ladrones estaban afuera esperándolo, montaron los caballos y galoparon hacia la casa.
Una vez llegados dijeron a Garbancito: 
—¡Oye, estamos cansados y vamos a dormir! ¡Dale de comer a los caballos!
Garbancito comenzó a ponerles los morrales a los caballos, pero se caía de sueño y terminó por quedarse dormido dentro de un morral. El caballo no se dio cuenta y se comió a Garbancito junto con la cebada.
Los ladrones, cuando vieron que no volvía, bajaron a buscarlo en la caballeriza. 
—Garbancito, ¿dónde estás?
—Estoy aquí —respondió una vocecita—, estoy en la panza de un caballo.
—¿Qué caballo?
—El que está aquí.
Los ladrones destriparon un caballo, pero a Gargancito no lo encontraron.
—No es éste.
—¿En qué caballo estás?
—En éste —y los ladrones destriparon otro.
De ese modo continuaron destripando un caballo después de otro, hasta que los mataron a todos, pero a Garbancito no lo encontraron. Se habían cansado y dijeron: 
—¡Lástima! ¡Lo perdimos! ¡Y pensar que nos venía tan bien! ¡Además perdimos todos los caballos!—. Tomaron las carroñas, las tiraron en un prado y fueron a dormir.
Pasó un lobo hambriento, vio a los caballos destripados y se hizo una comilona. Garbancito seguía aún escondido en la panza de un caballo, y el lobo se lo tragó. Así que se quedó en la panza del lobo y cuando el lobo volvió a tener hambre y se acercó a una cabra atada en un campo, Garbancito, desde allá adentro, se puso a gritar: 
-¡Al lobo! ¡Al lobo!, hasta que llegó el dueño de la cabra e hizo escapar al lobo.
El lobo dijo: “¿Qué me pasa que me salen estas voces? Debo tener la panza llena de aire”, e intentó sacar afuera el aire.
“Bien, ya debería habérseme ido”, pensó. “Iré a comerme una oveja.”
Pero cuando estuvo cerca del redil de la oveja, Garbancito, desde aquella panza, comenzó a gritar: 
—¡Al lobo! ¡Al lobo!—, hasta despertar al dueño de la oveja.
El lobo estaba preocupado. “Aún tengo ese aire en la barriga que me hace hacer esos ruidos”, y volvió a intentar sacarlo afuera. Disparó aire una vez, dos veces, a la tercera salió también Garbancito y corrio a esconderse en una mata. El lobo, sintiéndose liberado, volvió hacia el redil.
Pasaron tres ladrones y se pusieron a contar el dinero robado. Uno de los ladrones comenzó a contar: 
—Uno dos tres cuatro cinco…—. Y Garbancito, desde la mata, le hacía burla: 
—Uno dos tres cuatro cinco…
—¿Así que no te quieres callar? —dijo el ladrón a uno de los compañeros—. Ahora te mato.
Y lo mató. Y al otro: 
—Si te interesa terminar como él, ya sabes cómo hacer… —Y recomienza. —Uno dos tres cuatro cinco…
—Y Garbancito repite: 
—Uno dos tres cuatro cinco…
—No soy yo el que habla —dijo el otro ladrón—, te juro, no soy yo…
—¡Quieres hacerte el vivo conmigo! ¡Yo te mato! —Y lo mató. 
—Ahora estoy solo —dijo para sí—, puedo contar el dinero en paz y guardármelo todo para mí. Uno dos tres cuatro cinco…
Y Garbancito: 
—Uno dos tres cuatro cinco…
Al ladrón se le pusieron los pelos de punta: 
—Aquí hay alguien escondido. Es mejor que me escape. —Escapó, y dejó allí el dinero.
Garbancito con la bolsa del dinero sobre la cabeza volvió a su casa y golpeó la puerta. Su madre abrió y vio sólo la bolsa del dinero.
—¡Es Garbancito! —dijo. Levantó la bolsa, debajo estaba su hijo y lo abrazó.

Fin.