miércoles, 7 de septiembre de 2016

LA HISTORIA DEL DESEO DE TODOS LOS DESEOS

(Cuento de Michael Ende)

(Ilustración - Fuente: Internet)


A la alegre ciudad de los niños
en una ocasión llegaron tres magos:
al primero llamaban Atacepillos,
al segundo decían Sietecilindros
y al tercero apodaban Nomelotrago.
Por un lado y otro hicieron su magia,
números preciosos de gran colorido,
y los niños decían: “Muchísimas gracias
por este espectáculo tan divertido”.
No obstante pensaban: “¡Qué magos tan ratos!
¿Serán magos buenos?¿Serán magos malos?”.
(Eso lo sabría sólo un adivino.)

Cuando llegó el día de su partida
los magos rogaron, muy de mañana,
que el acto final de la despedida
fueran a la plaza niños y niñas
para dirigirles esta proclama:
“Estaremos siempre muy agradecidos
porque nuestro arte habéis admirado,
y os concedernos, antes de irnos,
un único deseo como regalo…
Ese deseo, sea grande o sea pequeño,
se cumple seguro, os lo prometemos”.
(¿Qué decís ahora?¿Qué dices a eso?)

Los niños se pusieron un rato a pensar
qué es lo que podrían mejor desear,
pues de todos modos estaba muy claro
que desde el momento en que pidiesen algo
perderían de paso todo lo demás.
Y así, finalmente, dijeron a los tres:
“¡Perdonad si pedimos tal vez demasiado!
Nuestro único deseo, señores magos, es
que cualquier deseo de los que pidamos
se cumpla al instante”. “Si así lo pedís”,
dijeron los tres, “así os será otorgado”.
(¡Menuda sorpresa!¡Quién lo iba a decir!)

De allí nuestros magos por fin se marcharon
y todos los niños de aquella ciudad
curiosos e inquietos se preguntaron
si la promesa de aquellos tres magos
sería tan cierta y tan eficaz.
Probaron primero con mucha cautela
y se sorprendieron gratísimamente
de que su deseo, fuera el que fuera,
se cumplía siempre y en un periquete.
Gritaban los niños, entusiasmados:
“¡Se ve que eran buenos, y no magos malos!”.
(Saltaba a la vista, ¿no estaba muy claro?)

No es nada difícil poderse imaginar
el montón de cosas que entonces desearon.
Éste, por ejemplo, un coche dirigido;
el otro, un souvenir de algún país lejano,
y aquél, el muñeco más grande y más caro.
Juguetes y pasteles, coches y trenes,
patines, grúas, chicles y peonzas,
seda, terciopelo y abrigos de pieles,
coronas de oro, balones, pelotas…
(¡Qué estupendo, ¿verdad?, pedirse tantas cosas!)

¡Un año entero ya había transcurrido
y el encantamiento aún les funcionaba!
Los niños empezaron, no obstante, a tener miedo,
pues si siempre consigo todo lo que quiero,
la cosa, en realidad, no tiene mucha gracia.
Fueron, pues, pidiendo menos cada día:
¡Conseguirlo todo se hace insoportable!
Si ya no queda nada de lo que tú querías,
no hay nada que resulte tampoco agradable.
Así estaban los niños con la moral hundida
entre tantos tesoros…¡Ay, pobres, qué desdicha!
(Cualquiera de nosotros lo mismo pensaría.)

A unos rastreadores entonces encargaron
que el mundo  recorrieran buscando palmo a palmo
a aquél a quien llamaban señor Atacepillos
y aquél a quien decían señor Sietecilindros
y a aquél al que apodaban señor Nomelotrago,
a fin de que rompieran el maldito hechizo
que, a fuerza de pedir, les hizo desgraciados.
En vano fue el rastreo, y es que en ningún sitio
pudieron encontrar ni rastro de los magos.
“¡Que Dios nos compadezca!”, los niños lamentaron,
“¡ahora ya sabemos que eran magos malos!”.
(Cualquiera de nosotros lo mismo habría pensado.)

El desconcierto entonces se apoderó de ellos.
“Si de lo que pedimos se nos cumple todo”,
dijo entonces uno de los más pequeños,
“mucho mejor sería como único deseo
que no se nos cumpliera ninguno, ni uno solo”.
Así lo decidieron, y de allí en delante
su vida volvió a ser alegre y fascinante.
De nuevo eran los niños felices a su modo,
Y yo diría que incluso más listos e ingeniosos.

Simplemente una cosa me gustaría saber:
¿Eran magos malos? ¿Eran buenos los tres?

Tú, que estás leyendo, dime ¿Tú qué crees?