domingo, 24 de junio de 2018


EL POBRE MOZO MOLINERO Y LA 

GATITA

(Cuento de los hermanos Grimm)

(Ilustración - Fuente: Internet)




Vivía en un molino un viejo molinero que no tenía mujer ni hijos, sino sólo tres mozos a su servicio. Cuando ya llevaban muchos años trabajando con él, un día les dijo:

- Soy viejo y quiero retirarme a descansar. Salan a recorrer el mundo, y a aquel de ustedes que me traiga el mejor caballo, le cederé el molino; pero con la condición de que me cuide hasta mi muerte.

El más joven de los mozos se llamaba Juan,  era el aprendiz y los otros  lo creían muy tonto, lo llamaban Juan el tonto y no querían que llegase a ser dueño del molino. 
Es así que a la mañana siguiente se marcharon los tres juntos y, al llegar a las afueras del pueblo, dijeron los dos a Juan el tonto:

- Mejor será que te quedes aquí; en toda tu vida no podrás conseguir ni un burro tuerto.

Sin embargo, Juan insistió en ir con ellos, y al anochecer llegaron a una cueva en la que se refugiaron para dormir. Los dos mayores, que se creían muy listos, aguardaron a que Juan estuviese dormido, y luego se marcharon, abandonando a su compañero.

Cuando, al salir el sol, se despertó Juan, se encontró en una profunda caverna, miró al rededor y  exclamó:

- ¡Dios mío!, ¿dónde estoy?

Subió al borde de la cueva y salió al bosque, pensando: 
- "Solo y abandonado, ¿cómo me encontraré el caballo?"  
Mientras andaba sumido en sus pensamientos, salió a su encuentro una gatita, muy peluda, que le dijo en tono amistoso:

- ¿Adónde vas, Juan?

- ¡Ay! gatita, ¿qué puedes hacer tú por mí?

- Sé muy bien qué es lo que buscas - respondióle la gata - Un buen caballo para llevarlo con el molinero. Vente conmigo; si me sirves durante siete años, te daré uno tan hermoso como jamás lo viste en tu vida.

-¡Vaya, una gata maravillosa! - pensó Juan -; voy a probar si es cierto lo que me dice." 

La gata lo llevó a un pequeño palacio encantado en el que todos los servidores eran gatitos; saltaban con gran agilidad por las escaleras, arriba y abajo, y parecían de muy buen humor. 
Al anochecer, cuando se sentaron a la mesa, tres de ellos se encargaron de amenizar la comida con música: tocaba uno el contrabajo; otro, el violín, y el tercero, la trompeta, soplando con toda la fuerza de sus pulmones. Después de cenar, y levantados los manteles, dijo la gatita:

- ¡Anda, Juan, vamos a bailar!

- No - respondió él -, yo no sé bailar con una gata; jamás lo hice.

- Bueno, no importa, entonces, llévenlo  a la cama - mandó la gata a los gatitos. 
Lo acompañaron con una vela hasta  su dormitorio; uno le quitó los zapatos; otro, las medias y, finalmente, apagaron la luz. Por la mañana se presentaron de nuevo y le ayudaron a vestirse. Uno le puso las medias; otro le ató las ligas; un tercero le trajo los zapatos; el cuarto le lavó la cara, y, finalmente, otro se la secó con el rabo.

- ¡Qué suavidad! - dijo Juan. Pero él tenía que servir a la gata y ocuparse en partir leña todos los días.

Para ese trabajo la gata le habían dado un hacha de plata, cuñas y sierras de plata también, y una cuchilla que era de cobre. Todos los días cortaba leña y   estaba a gusto en aquella casa donde no le faltaba buena comida ni bebida. Lo único malo es que   no veía a nadie, aparte la gata y su servidumbre. 

Un día le dijo la gata:

- Ve a segar el prado y haz secar la hierba - y le dio una guadaña de plata y una piedra afiladora de oro, recomendándole que lo devolviese todo en buen estado. 
Juan, Salió a cumplir lo  mandado, y, una vez que el trabajo estuvo listo, volvió a casa con la guadaña, la piedra afiladora y el heno, y preguntó al ama si quería darle ya su prometida recompensa.

- No - le respondió la gata -; antes has de hacer una última cosa. Ahí tienes tablas de plata, un hacha, una escuadra y demás instrumentos necesarios, todos de plata para que puedas construirme una casita.

Juan, sin quejas hizo el trabajo solicitado.  Levantó una casita y al terminar,  le recordó a la gatita que seguía aún sin el caballo, a pesar de haber cumplido cuanto le ordenara. 
Pero, he aquí que sin darse cuenta, habían transcurrido ya los siete años.

La gata le preguntó entonces si quería ver los caballos que tenía a lo que Juan respondió afirmativamente. Cuando la gata abrió  la puerta de la casita,  lo primero que se apareció ante  su vista fueron doce caballos soberbios, pulidos y relucientes, que le hicieron saltar su corazón de gozo. 

La gata les dio de comer y de beber, y luego le dijo a Juan:

- Vuélvete a tu casa, ahora no te daré el caballo. Pero dentro de tres días iré yo a llevártelo -. Y le indicó el camino del molino.

Durante todo aquel tiempo, la gata no le había dado ningún traje nuevo;  así que Juan, seguía llevando su vieja blusa andrajosa que, en el curso de los siete años, ya le había quedaba pequeña por todas partes. Al llegar al molino encontró que los otros dos mozos estaban ahí, y cada uno había traído un caballo, aunque el uno era ciego, y el otro, cojo.

- ¿Dónde está tu caballo, Juan? - le preguntaron.

- Llegará dentro de tres días.

Se echaron  los otros a reír, diciendo:

- ¡Mira el bobo! ¡De dónde vas a sacar tú un caballo!

Al entrar Juan en la sala, el molinero no lo dejó sentarse a la mesa, porque iba demasiado roto y harapiento. 

- ¡Sería una vergüenza que alguien te viese! ¡Fuera, sal de mi vista!

Le sacaron  una pizca de comida, y cuando llegó la hora de acostarse, los otros se negaron a darle una cama, por lo que tuvo que acomodarse en el corral, sobre un lecho de dura paja.

Pasaron así los tres días y he aquí que se presentó una carroza, tirada por seis caballos relucientes. Venía, además, otro que un criado llevaba de la brida, destinado al pobre mozo molinero. Del coche bajó una bellísima princesa, que entró en el molino. Pero ese princesa  no era otra que la gatita, a la que el pobre Juan sirviera durante siete años. 
Entonces le preguntó al molinero por el más pequeño de los mozos, y el hombre respondió:

- No lo queremos en el molino, porque va demasiado roto; está en el corral de los gansos.

La princesa pidió entonces que fuesen a buscarlo. El muchacho se presentó sujetándose la blusa, que a duras penas alcanzaba a cubrirle el cuerpo. El criado sacó magníficos vestidos y, después que lo hubo lavado y vestido, quedó tan bello y elegante que ni un rey podía comparársele. 

Quiso la princesa ver los caballos que habían traído los otros dos, y resultó que, como ya hemos dicho,  uno era ciego y el otro cojo. Mandó entonces al criado que trajese el séptimo caballo, que no venía enganchado a la carroza, y, al verlo, el molinero hubo de confesar que jamás había entrado en el molino un animal como aquél.

- Éste es el caballo de Juan - dijo la princesa.

- Suyo será, pues, el molino - contestó el molinero.

Pero la princesa le dijo que podía quedarse con el caballo y el molino, y, llevándose a su fiel Juan, lo hizo subir al coche y se marchó con él. 
Fueron primero a la casita que él había construido con las herramientas de plata y que, a la sazón, se había transformado en un gran palacio, todo de plata y oro. 
El mozo y la princesa  se casaron, y Juan fue rico, tan rico, que ya no le faltó nada en toda su vida. Nadie diga, pues, que un tonto no puede hacer nada a derechas.

Fin.




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