(Versión de los Hermanos Grimm)
(Ilustración: Benjamín Lacombe - Fuente: Internet)
(Ilustración: Benjamín Lacombe - Fuente: Internet)
Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del
cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era
de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó
un dedo, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la
sangre se destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: "¡Ah,
si pudiere tener una hija que fuere blanca como nieve, roja como la sangre y
negra como el ébano de esta ventana!". No mucho tiempo después le nació
una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello
negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves.
Pero al nacer ella, murió la Reina.
Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva Reina
era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía soportar que nadie la
aventajase en hermosura. Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba
en él, le preguntaba:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este
país la más hermosa?". Y el espejo le contestaba, invariablemente:
"Señora Reina, eres la más hermosa en todo el
país".
La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía
siempre la verdad. Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día.
Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día, y mucho más
que la misma Reina. Al preguntar ésta un día al espejo:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este
país la más hermosa?". Respondió el espejo:
"Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves
es mil veces más bella".
Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde
entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía que se le revolvía el
corazón. La envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más
altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de día ni de noche.
Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo:
-Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo
ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás
sus pulmones y su hígado.
Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha.
Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de
la niña, esta se echó ésta a llorar:
-¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! -suplicaba-. Me
quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.
Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le
dijo:
-¡Márchate entonces, pobrecilla!
Y pensó: "No tardarán las fieras en devorarte".
Cuando Blancanieves huyó el cazador vio pasar por allí un
cachorro de jabalí, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los
llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer
los entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de
que comía la carne de Blancanieves.
La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso
bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le
daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y
piedras puntiagudas, y los animales que allí habitaban pasaban saltando por su
lado sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies
y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para
descansar.
Todo era diminuto en la casa, pero tan primoroso y limpio,
que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel
blanquísimo, con siete minúsculos platos y siete vasos; y al lado de cada uno
había su cucharilla, su cuchillo y su tenedor. Alineadas junto a la pared se
veían siete camas pequeñas, con sábanas de inmaculada blancura.
Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito
de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de
cada copa, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy
cansada, quiso echarse en una de las camas; pero ninguna era de su medida:
resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le
vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.
Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casa, que
eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron
sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había
entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado
al marcharse.
Dijo el primero:
-¿Quién se sentó en mi silla?
El segundo:
-¿Quién ha comido de mi plato?
El tercero:
-¿Quién ha cortado un poco de mi pan?
El cuarto:
-¿Quién ha comido de mis verduras?
El quinto:
-¿Quién ha pinchado con mi tenedor?
El sexto:
-¿Quién ha cortado con mi cuchillo?
Y el séptimo:
-¿Quién ha bebido de mi vaso?
Luego, el primero, recorrió la habitación y, viendo un
pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:
-¿Quién se ha subido en mi cama?
Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:
-¡Alguien estuvo echado en la mía!
Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a
Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron
presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando
las siete lamparillas, vieron a la niña.
-¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! -decían-, ¡qué criatura más
hermosa!
Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino
dejar que siguiera durmiendo en la camita. El séptimo enano se acostó junto a
sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche. Al clarear
el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un
sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Blancanieves -respondió ella.
-¿Y cómo llegaste a nuestra casa? -siguieron preguntando los
hombrecillos. Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de
matarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado
corriendo todo el día, hasta que, al atardecer, encontró la casa.
Dijeron los enanos:
-¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas,
lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes
quedarte con nosotros y nada te faltará.
-¡Sí! -exclamó Blancanieves-. Con mucho gusto -y se quedó
con ellos.
A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por
la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar,
por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se
quedaba sola, y los buenos enanos le advirtieron:
-Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás
aquí. ¡No dejes entrar a nadie!
La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los
pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera
en belleza. Se acercó un día al espejo y le preguntó:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este
país la más hermosa?". Y respondió el espejo:
"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora
en la montaña, con los enanos, Blancanieves, que es mil veces más bella".
La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás
mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves
no estaba muerta. Pensó entonces en otra manera de deshacerse de ella, pues
mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no
la dejaría reposar. Finalmente, ideó un medio. Se tiznó la cara y se vistió
como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.
Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a
la puerta de los siete enanitos, gritó:
-¡Vendo cosas buenas y bonitas!
Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:
-¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?
-Cosas finas, cosas finas -respondió la Reina-. Lazos de
todos los colores -y sacó uno trenzado de seda multicolor.
"Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer",
pensó Blancanieves y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.
-¡Qué linda eres, niña! -exclamó la vieja-. Ven, que yo
misma te pondré el lazo.
Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la
vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo
hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la
respiración y cayó como muerta.
-¡Ahora ya no eres la más hermosa! -dijo la madrastra, y se
alejó precipitadamente.
Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete
enanos. Imagínense el susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida
Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que
el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a
respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que
había sucedido, le dijeron:
-La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina.
Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie, mientras nosotros estemos ausentes.
La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y
le preguntó:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este
país la más hermosa?". Y respondió el espejo, como la vez anterior:
"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora
en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más
bella".
Al oírlo, del despecho, toda la sangre le afluyó al corazón,
pues supo que Blancanieves continuaba viviendo. "Esta vez -se dijo- idearé
una trampa de la que no te escaparás", y, valiéndose de las artes
diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado. Luego volvió a disfrazarse,
adoptando también la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la
puerta de los siete enanos.
-¡Buena mercancía para vender! -gritó.
Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo:
-Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie.
-¡Al menos podrás mirar lo que traigo! -respondió la vieja
y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Pero le gustó tanto el peine a la
niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta.
Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:
-Ven que te peinaré como Dios manda.
La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja;
mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su
efecto y la niña se desplomó.
-¡Modelo de belleza -exclamó la malvada bruja-, ahora sí que
estás lista! -y se marchó.
Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los
enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el
suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine
envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y
les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y
no abrir la puerta a nadie.
La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su
espejo:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este
país la más hermosa?". Y como las veces anteriores, respondió el espejo,
al fin:
"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora
en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más
bella".
Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a
temblar de rabia.
-¡Blancanieves morirá -gritó-, aunque me haya de costar a mí
la vida!
Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso
sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más poderoso. Por fuera era
preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la
viese. Pero un solo bocado de uno de los lados significaba la muerte segura.
Cuando tuvo preparada la manzana, se pintó nuevamente la cara, se vistió de
campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos.
Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:
-No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han
prohibido.
-Como quieras -respondió la campesina-. Pero yo quiero
deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.
-No -contestó la niña-, no puedo aceptar nada.
-¿Temes acaso que te envenene? -dijo la vieja riendo-.
Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la
blanca.
La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado
tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio
que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad
envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en
el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose
a reír, dijo:
-¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el
ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.
Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este
país la más hermosa?". Le respondió el espejo, al fin:
"Señora Reina, eres la más hermosa en todo el
país".
Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo
que un corazón envidioso pudiera aquietarse.
Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron
a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más
leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado,
la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo
fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un
ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de
tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se
conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían
sonrosadas, dijeron:
-No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra -y
mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde
todos los lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro:
"Princesa Blancanieves". Después transportaron el ataúd a la cumbre
de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta
los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un
cuervo y, finalmente, una paloma.
Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su
ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la
nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano. Sucedió,
entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa
de los enanos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a
la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo
entonces a los enanos:
-Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.
Pero los enanos contestaron:
-Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.
-En tal caso, regálenmelo -propuso el príncipe-, pues ya no
podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más
quiero.
Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión
del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo
transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una
mata, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la
manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa
abrió los ojos y recobró la vida.
Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:
-¡Dios Santo!, ¿dónde estoy?
Y el príncipe le respondió, loco de alegría:
-Estás conmigo -y, después de explicarle todo lo ocurrido,
le dijo:
-Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de
mi padre y serás mi esposa.
Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde
enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y
esplendor.
A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de
Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al
espejo y le preguntó:
"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este
país la más hermosa?". Y respondió el espejo:
"Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la
reina joven es mil veces más bella".
La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto,
que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la
inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al
entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que
se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego
unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la
obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.
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