LOS SIETE CONEJOS
BLANCOS
(Cuento popular
español)
(Ilustración - Fuente : Internet)
Había una vez un rey
que tenía una hija muy hermosa a la que amaba con todo su corazón. Su esposa,
la reina, había educado con mucho cariño y atención a la princesa y le había
enseñado a coser y bordar de manera primorosa, por lo que la princesa disfrutaba
muchísimo haciendo toda clase de labores.
La habitación de la
princesa tenía un balcón que daba al campo. Un día se sentó a coser en él, como
solía hacer a menudo; entre puntada y puntada contemplaba los magníficos campos
que se extendían ante el castillo, los bosques y las colinas, cuando, de pronto,
vio venir a siete conejos blancos que hicieron una rueda bajo su balcón. Estaba
tan entretenida y admirada observando a los conejos que, en un descuido, se le
cayó el dedal; uno de los conejos lo cogió con la boca y todos deshicieron la
rueda y echaron a correr hasta que los perdió de vista.
Al día siguiente volvió a ponerse a coser en
el balcón y, al cabo del rato, vio que llegaban los siete conejos blancos y que
formaban una rueda bajo ella. Y al inclinarse para verlos mejor, a la princesa
se le cayó una cinta, la cogió uno de los conejos con la boca y todos echaron a
correr otra vez hasta que se perdieron de vista.
Al día siguiente volvió a ocurrirle lo mismo,
pero esta vez lo que perdió fueron las tijeras de costura.
Y después de las tijeras fueron un carrete de
hilo, un cordón de seda, un alfiletero, una peineta... Y a partir de entonces
los conejos ya no volvieron a aparecer más.
Como los conejos ya no volvían, por más que
ella saliera todos los días al balcón, la princesa acabó enfermando de tristeza
y la metieron en cama y sus padres creyeron que se moría. Pero el rey la quería
tanto que mandó llamar a los médicos más famosos, y cuando éstos confesaron que
no sabían qué clase de enfermedad tenía la princesa, mandó echar un pregón
anunciando que la princesa estaba enferma de una enfermedad desconocida y que
cualquier persona que tuviera confianza en poder curarla acudiera de inmediato
a palacio; y a quien la curase le ofrecía, si era mujer, una gran cantidad de
dinero, y si era hombre sin impedimento para casarse, la mano de su hija.
Mucha gente acudió al pregón del rey, pero
nadie supo curar
a la princesa, que languidecía sin remedio.
Un día, una madre y una hija que vivían en un
pueblo cercano, determinaron acercarse a palacio para ver si lograban curar a
la princesa, pues ambas se dedicaban a la herboristería y confiaban en que, con
su conocimiento de todas las plantas del reino, alguna fórmula encontrarían
para poderla sanar. Conque se pusieron en camino.
Iban de camino cuando decidieron ganar tiempo
tomando un atajo; y cuando iban por el atajo, decidieron hacer un alto para
comer y descansar un poco. Pero quiso la suerte que, al sacar el pan, se les
cayera rodando por la loma en cuyo alto habían tomado asiento y las dos, sin
dudarlo, corrieron tras él hasta que lo vieron caer dentro de un agujero que
había al pie de la loma. Llegaron hasta él y, al agacharse para recuperarlo,
vieron que el agujero comunicaba con una gran cueva que estaba iluminada por
dentro.
Mirando por el agujero, vieron una mesa puesta con siete sillas y, poco
tiempo después, vieron a siete conejos blancos que entraron en la cueva y,
quitándose el pellejo, se convirtieron en siete príncipes y los siete se
sentaron alrededor de la mesa.
Entonces oyeron a uno de ellos decir, mientras
cogía un dedal de la mesa:
-Éste es el dedal de la princesa. ¡Quién la
tuviera aquí!
Y a otro:
-Ésta es la cinta de la princesa. ¡Quién la
tuviera aquí!
Y a otro:
-Éstas son las tijeras de la princesa. ¡Quién
la tuviera aquí!
Y así sucesivamente, uno tras otro, hasta
hablar los siete.
Las dos mujeres se retiraron prudentemente y
sin hacer ruido, pero antes de alejarse se fijaron en que no lejos del agujero
había una puerta muy bien disimulada entre la maleza.
Entonces se apresuraron a llegar a palacio y,
una vez allí, pidieron ver a la princesa. La princesa estaba acostada y ya no
deseaba ver a nadie más, pero las dos mujeres empezaron a hablar con ella y le
contaron quiénes eran y a qué se dedicaban y, por fin, le contaron el viaje que
habían hecho y, contándole el viaje, le relataron la misteriosa escena de la
cueva y los siete conejos blancos.
En este punto, la princesa se enderezó en su
cama y pidió que le trajeran algo de comer. Y el rey, al enterarse, fue
inmediatamente a su habitación muy contento, pues era la primera vez que la
princesa quería comer desde que cayera enferma.
-Padre -le dijo la princesa-, ya me voy a
curar, pero me tengo que ir con estas señoras.
-¡Eso no puede ser! -protestó el rey-. ¡Aún
estás demasiado débil!
-Pues así ha de ser -dijo la princesa,
obstinada.
Y el rey comprendió que no tenía más remedio
que ceder y ordenó que preparasen su coche.
Partieron en seguida las tres y, a la mitad
del camino, allí donde las mujeres le dijeran, la princesa ordenó detener el
coche y las tres se apearon para buscar la cueva, que se hallaba bastante
apartada del camino. Por fin llegaron al agujero y a la puerta disimulada y
miraron por uno y otra, pero no veían nada y la noche comenzaba a echárseles
encima en aquel paraje. Tanto oscureció que las tres acordaron volver al día
siguiente a la misma hora con la esperanza de tener mejor fortuna, cuando, de
pronto, vieron que se iluminaba el interior de la cueva y vieron también a los
siete conejos blancos, que se despojaban de sus pellejos y se convertían en
príncipes.
Los siete se sentaron a la mesa y volvieron a
repetir lo que las dos mujeres ya habían oído:
-Éste es el dedal de la princesa. ¡Quién la
tuviera aquí!
Y el siguiente:
-Ésta es la cinta de la princesa. ¡Quién la
tuviera aquí!
Hasta el último:
-Ésta es la peineta de la princesa. ¡Quién la
tuviera aquí!
Entonces la princesa dio un empujón a la
puerta, entró y dijo:
-Pues aquí me tenéis.
Y escogió al que más le gustaba de todos; y a
las dos mujeres que tanto la habían ayudado y a los otros seis príncipes les
pidió que la acompañaran al palacio porque todos quedaban invitados a la boda.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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