EL REY Y EL MURCIÉLAGO
(Cuento
popular del Caribe)
Hace
muchísimos años, en un reino que quizá ya no exista, había un rey que se
consideraba a sí mismo un hombre muy inteligente.
Un día
decidió que aunque era listo y estaba bien capacitado para gobernar, sería
bueno tener al lado a alguien de confianza para que le ayudara a llevar a
cabo las tareas más importantes del país.
Se le
ocurrió que quizás, entre las muchas aves que poblaban el cielo, encontraría al
candidato más adecuado. Sin perder tiempo, convocó una reunión urgente en
el lujoso y distinguido salón del trono.
Cientos
de pájaros de diferentes colores y tamaños acudieron puntuales a la cita en
palacio. Cuando el monarca se sentó frente a ellos, se dio cuenta de que en la
asamblea se había colado un murciélago, que como todos los demás murciélagos,
era pequeñajo y negro como el carbón.
El rey
frunció el ceño, se levantó de su real asiento y señalándolo con el dedo índice
le preguntó:
– ¡Oye,
tú, murciélago! ¡Esta es una reunión de aves! ¿Se puede saber qué
demonios estás haciendo aquí?
Tantas
aves juntas montaban mucho jaleo, así que el soberano tuvo que poner orden.
–
¡Silencio, que el intruso va a darnos una explicación!
Los
presentes enmudecieron y la quietud invadió la estancia. El murciélago,
levantando la voz lo más que pudo, contestó:
– Señor,
nadie me ha invitado a venir, pero me considero ave y por tanto tengo derecho a
asistir a esta asamblea.
El rey,
que no se fiaba ni de su sombra, quiso asegurarse.
– ¡¿Que
tú eres un ave?!… Muy bien, demuéstramelo.
El
pequeño murciélago se impulsó y comenzó a volar. La luz de los candelabros
colgados en los muros de palacio le cegaba un poco y no se orientaba
igual de bien que en la oscuridad total de la noche; a pesar de ello, voló con
maestría y agilidad. Subió muy alto batiendo las alas y recorrió el techo
del salón a gran velocidad, sin chocarse ni una sola vez contra los ventanales.
Tras su
convincente exhibición, el rey le dijo:
– ¡Vaya,
veo que tenías razón! Te permito que te quedes con nosotros y participes en la
reunión junto al resto de pájaros.
El
murciélago, satisfecho, volvió a su sitio y el rey continuó donde lo
había dejado. Desgraciadamente no sirvió de mucho pues no encontró ningún ave
idónea para ser ayudante real y el puesto quedó vacante. Pasados unos días
no tuvo más remedio que organizar una nueva reunión.
Habló con
su mujer, la reina, y le confesó:
–
Querida, convoqué a las aves y fue un fracaso ¿Qué te parece si pruebo con los
cuadrúpedos? ¡Quizá entre ellos esté mi futuro consejero!
– Es muy
buena idea, amor mío. Los animales de cuatro patas suelen muy
inteligentes y capaces de superar grandes obstáculos; además, en este reino vas
a encontrar un montón de candidatos locos por conseguir el puesto.
Apoyado
por su esposa celebró otra asamblea. Mandó llamar a todos los cuadrúpedos que
vivían en sus extensos dominios y los agrupó en el salón del trono.
Acudieron
perros, leones, jirafas, gacelas, cerdos, leopardos y un sinfín de animales
más. Eran tantos y muchos tan grandes, que tuvieron que apretujarse unos contra
otros para caber bien y poder escuchar lo que el rey tenía que comunicarles.
–
¡Silencio, señores! ¡Si -len- cio! Les he reunido aquí porque neceáis…
¡El rey
se calló de repente! A lo lejos, entre un tigre de bengala y una cabra montesa,
vio al pequeño murciélago que escuchaba muy atento. Asombrado, se levantó y le
apuntó otra vez con su largo dedo índice. Todos los presentes volvieron sus
cabezas hacia el animalillo mientras una voz profunda retumbaba en el aire.
–
¡¿Pero tú qué te has creído?! ¿Acaso me estás tomando el pelo? Me dijiste
que eras un ave y te permití estar en la reunión de aves, pero ahora estamos en
una asamblea de cuadrúpedos y esta vez no pintas nada de nada aquí.
El
murciélago le miró con ojitos asustados y su voz sonó temblorosa.
–
Señor, sé que no camino a cuatro patas como mis compañeros, pero al igual
que muchos de ellos, tengo dos colmillos ¡Creo que eso me da derecho a
participar!
Al rey le
sorprendió la astuta respuesta del murciélago y estalló en carcajadas. En ese
mismo momento decidió que no iba a encontrar ni un solo animal más listo que
él.
–
¡Ja ja ja! ¡Ay, qué risa! Desde luego eres un sabiondo y tienes respuesta
para todo ¡Anda, acércate a mi lado!
El
murciélago se dio prisa por llegar hasta él y se colocó a sus pies mirando a
las decenas de cuadrúpedos que abarrotaban la sala. El rey, muy solemne,
levantó las manos y aseguró:
–
¡Doy por terminada la búsqueda de consejero real! A partir de
ahora, este ser pequeño pero espabilado como ninguno, va a ser mi amigo y
ayudante más fiel.
Después
se agachó para ponerse a su altura y muy seriamente le advirtió:
–
Te confiaré mis más íntimos secretos y las misiones más importantes del
estado ¡Espero que no me falles!
El
murciélago, un poco sonrojado pero muy, muy orgulloso, contestó:
–
No lo haré, señor. Puede estar tranquilo.
Y entre
aplausos y hurras del emocionado público, dobló un ala sobre su pecho, hizo una
reverencia muy pomposa y le juró fidelidad eterna.
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