sábado, 31 de diciembre de 2016


LAS TRES CABRAS
(Adaptación del cuento clásico de Noruega)
(Ilustraciones - Fuente:  Internet)



Había una vez tres cabras macho de la misma familia: una pequeña e inexperta cabritilla, su padre de mediana edad y mediano tamaño, y el abuelo que era una cabra grande y muy lista que lo sabía todo.

Las tres cabras se querían mucho, se protegían, y siempre iban de aquí para allá en grupo, muy juntitas para no perderse por el monte y defenderse en caso de apuros.

Un día, a primera hora de la mañana, salieron a comer hierba al mismo lugar de siempre, pero cuando llegaron al prado descubrieron que el pasto fresco había desaparecido. Husmearon a fondo el terreno pero nada… ¡No había ni una sola brizna de hierba verde y crujiente que llevarse a la boca!

El abuelo miró al horizonte pensativo. Su familia necesitaba comer y como jefe del clan tenía que encontrar una solución al grave problema.
Un par de minutos después, dio con ella: no quedaba más remedio que atravesar el puente de piedra sobre el río para llegar a las colinas que estaban al otro lado de la orilla.

– ¡Tenemos que intentarlo! Jamás he estado allí, ni siquiera cuando era un chaval, pero recuerdo muy bien las historias que contaban mis antepasados sobre lo abundante y   riquísima que es la hierba  en ese lugar.

Si el abuelo pensaba que era lo mejor, no había más que decir. Sin rechistar, las dos cabras le siguieron hasta al puente. Desgraciadamente, ninguna se imaginaba  que estaba custodiado  por un horrible y malvado trol que no dejaba pasar a nadie.

La más pequeña y alocada estaba ansiosa y quiso ser la primera en cruzar. Cuando había recorrido casi la mitad, apareció ante ella el espantoso monstruo  ¡La pobre se dio un susto que a punto estuvo de caerse al río!

– ¡¿A dónde crees que vas?!

– Voy al otro lado del río en busca de hierba fresca para comer.

– ¡De eso nada, monada! ¡Este puente es mío! ¡Yo también estoy muerto de hambre, así que pienso devorarte ahora mismo de un bocado!

A la cabrita le temblaba hasta el hocico, pero fue capaz de improvisar algo ocurrente para que el trol no la atacara.

– ¡Señor, espere un momento! Soy demasiado pequeña para saciar su apetito y no le serviré de mucho. Detrás de mí viene una cabra que es bastante más grande que yo ¡Le aseguro que si me deja pasar y aguarda unos segundos, podrá comprobarlo!

El ogro tenía tanta hambre que pensó que no podía perder la oportunidad de darse un banquete mejor.

– ¡Está bien, cruza! ¡Ya veremos si me dices la verdad!

La cabrita siguió su camino y se puso a salvo.
Mientras tanto su padre, la cabra mediana, llegó al puente. Comenzó a cruzarlo tranquilamente pero a mitad de trayecto el trol apareció ante sus narices.

– ¡¿A dónde crees que vas?!

– Voy al otro lado del río en busca de hierba fresca para comer.

– ¡De eso nada, monada! ¡Este puente es mío! ¡Yo también estoy muerto de hambre, así que pienso devorarte ahora mismo de un bocado!

La cabra mediana, paralizada por el miedo, intentó hablar pausadamente para que  el monstruo no notara su nerviosismo.

– Sé que estás deseando zamparme, pero si me dejas cruzar verás que detrás de mí viene una cabra mucho más grande que yo ¡Créeme cuando te digo que merece la pena esperar!

El trol estaba empezando a perder la paciencia.

– ¡Está bien! ¿Por qué comerte a ti cuando puedo llenarme la tripa con una cabra el doble de grande que tú? Espero que sea cierto lo que dices ¡Pasa antes de que me arrepienta!

La cabra mediana aceleró el paso sin echar la vista atrás y alcanzó la otra orilla.

La cabra mayor cruzaba el puente con ese garbo y seguridad que dan los años cuando, a medio  camino, le asaltó el trol. Por la cara de pocos amigos que tenía parecía dispuesto a capturarla para saciar su apetito.

– ¡¿A dónde crees que vas?!

– Voy al otro lado del río en busca de hierba fresca para comer.

– ¡De eso nada, monada! ¡Este puente es mío! ¡Yo también estoy muerto de hambre, así que pienso devorarte ahora mismo de un bocado!

¡Esta vez el trol no sabía con quien se la estaba jugando! La cabra, valiente como ninguna, se estiró, infló el pecho y con voz profunda le dijo:

– ¿Me estás amenazando? ¡No me hagas reír! ¡Tú eres el que debe tener miedo de mí!

El trol sonrió con chulería y le replicó en tono burlón:

– Sé que no vas a comerme, cabra estúpida, porque vosotras las cabras sólo tragáis hierba a todas horas ¡Menudo asco! ¡Debéis tener los dientes verdes de tanto mascar clorofila!

La cabra se enfureció. Apretando las mandíbulas de la rabia que le entró,  miró fijamente a los ojos saltones del trol y le gritó:

– ¡No, no voy a comerte, pero sí voy a mandarte muy lejos de aquí para que dejes de molestar!

Antes de que pudiera reaccionar, saltó sobre él y le pisoteó con sus finas pero fuertes patas. Después, lo levantó con los cuernos y lo lanzo al aire. El trol salió disparado como un dardo, cayó al agua, y como no sabía nadar la corriente se lo llevó a tierras lejanas para siempre.

El abuelo cabra se quedó mirando al infinito hasta asegurarse de que desaparecía de su vista. Después, muy digno, se atusó las barbas y continuó con paso firme sobre el puente.

Al reencontrarse con su hijo y su nieto, los tres se abrazaron. Se habían salvado gracias al ingenio y a la complicidad que existía entre ellos. Muy felices, se fueron canturreando y dando saltitos hacia las verdes colinas para atiborrarse de la hierba deliciosa que las cubría.

Fin.
EL REY Y EL MURCIÉLAGO
(Cuento popular del Caribe)
(Ilustración - Fuente: Internet)



Hace muchísimos años, en un reino que quizá ya no exista, había un rey que se consideraba a sí mismo un hombre muy inteligente.

Un día decidió que aunque era listo y estaba bien capacitado para gobernar, sería bueno tener  al lado a alguien de confianza para que le ayudara a llevar a cabo las tareas más importantes del país.

Se le ocurrió que quizás, entre las muchas aves que poblaban el cielo, encontraría al candidato más adecuado. Sin perder  tiempo, convocó una reunión urgente en el lujoso y distinguido salón del trono.

Cientos de pájaros de diferentes colores y tamaños acudieron puntuales a la cita en palacio. Cuando el monarca se sentó frente a ellos, se dio cuenta de que en la asamblea se había colado un murciélago, que como todos los demás murciélagos, era pequeñajo y negro como el carbón.

El rey frunció el ceño, se levantó de su real asiento y señalándolo con el dedo índice le preguntó:

– ¡Oye, tú, murciélago! ¡Esta es una reunión de aves!  ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo aquí?

Tantas aves juntas montaban mucho jaleo, así que el soberano tuvo que poner orden.

– ¡Silencio, que el intruso va a darnos una explicación!

Los presentes enmudecieron y la quietud invadió la estancia. El murciélago, levantando la voz lo más que pudo, contestó:

– Señor, nadie me ha invitado a venir, pero me considero ave y por tanto tengo derecho a asistir a esta asamblea.

El rey, que no se fiaba ni de su sombra, quiso asegurarse.

– ¡¿Que tú eres un ave?!… Muy bien, demuéstramelo.

El pequeño murciélago se impulsó y comenzó a volar. La luz de los candelabros colgados en los  muros de palacio le cegaba un poco y no se orientaba igual de bien que en la oscuridad total de la noche; a pesar de ello, voló con maestría  y agilidad. Subió muy alto batiendo las alas y recorrió el techo del salón a gran velocidad, sin chocarse ni una sola vez contra los ventanales.
Tras su convincente exhibición, el rey le dijo:

– ¡Vaya, veo que tenías razón! Te permito que te quedes con nosotros y participes en la reunión junto al resto de pájaros.

El murciélago, satisfecho, volvió a su sitio y el rey  continuó donde lo había dejado. Desgraciadamente no sirvió de mucho pues no encontró ningún ave idónea para ser ayudante real y el puesto quedó vacante. Pasados unos días  no tuvo más remedio que organizar una nueva reunión.

Habló con su mujer, la reina, y le confesó:

– Querida, convoqué a las aves y fue un fracaso ¿Qué te parece si pruebo con los cuadrúpedos? ¡Quizá entre ellos esté mi futuro consejero!

– Es muy buena idea, amor mío. Los animales de cuatro patas suelen muy  inteligentes y capaces de superar grandes obstáculos; además, en este reino vas a encontrar un montón de candidatos locos por conseguir el puesto.

Apoyado por su esposa celebró otra asamblea. Mandó llamar a todos los cuadrúpedos que vivían en sus extensos dominios y los agrupó en el salón del trono.

Acudieron perros, leones, jirafas, gacelas, cerdos, leopardos y un sinfín de animales más. Eran tantos y muchos tan grandes, que tuvieron que apretujarse unos contra otros para caber bien y poder escuchar lo que el rey tenía que comunicarles.

–  ¡Silencio, señores! ¡Si -len- cio! Les he reunido aquí porque neceáis…

¡El rey se calló de repente! A lo lejos, entre un tigre de bengala y una cabra montesa, vio al pequeño murciélago que escuchaba muy atento. Asombrado, se levantó y le apuntó otra vez con su largo dedo índice. Todos los presentes volvieron sus cabezas hacia el animalillo mientras una voz profunda retumbaba en el aire.

–  ¡¿Pero tú qué te has creído?! ¿Acaso me estás tomando el pelo? Me dijiste que eras un ave y te permití estar en la reunión de aves, pero ahora estamos en una asamblea de cuadrúpedos y esta vez no pintas nada de nada aquí.

El murciélago le miró con ojitos asustados y su voz sonó temblorosa.

–  Señor, sé que no camino a cuatro patas como mis compañeros, pero al igual que muchos de ellos, tengo dos colmillos ¡Creo que eso me da derecho a participar!

Al rey le sorprendió la astuta respuesta del murciélago y estalló en carcajadas. En ese mismo momento decidió que no iba a encontrar ni un solo animal más listo que él.

–  ¡Ja ja ja! ¡Ay, qué risa! Desde luego eres un sabiondo y tienes respuesta para todo ¡Anda, acércate a mi lado!

El murciélago se dio prisa por llegar hasta él y se colocó a sus pies mirando a las decenas de cuadrúpedos que abarrotaban la sala. El rey, muy solemne, levantó las manos y aseguró:

–  ¡Doy por terminada la búsqueda de consejero real!  A partir de ahora, este ser pequeño pero espabilado como ninguno,  va a ser mi amigo y ayudante más fiel.

Después se agachó para ponerse a su altura y muy seriamente le advirtió:

–  Te confiaré mis más íntimos secretos y las misiones más importantes del estado ¡Espero que no me falles!

El murciélago, un poco sonrojado pero muy, muy  orgulloso, contestó:
–  No lo haré, señor. Puede estar tranquilo.

Y entre aplausos y hurras del emocionado público, dobló un ala sobre su pecho, hizo una reverencia muy pomposa y le juró fidelidad eterna.

Fin.