Mahura, la muchacha que trabajaba demasiado
( Del libro “El Círculo de la Choza” cuentos populares Africanos, Ediciones Gaviota
Ilustración: "La noche estrellada" de Vincent Van Gogh Fuente: internet)
En aquellos tiempos, el Cielo vivía sobre la Tierra.
Sus hijas, las Nubes, se arremolinaban y se deslizaban a ras del suelo, envolviendo las ramas de las acacias. A su otra hija, la Lluvia, le encantaba rociar el mundo desde lo alto de las grandes palmeras y su mayor placer consistía en mezclarse con las alegres aguas de los ríos.
El Cielo y la Tierra vivían en perfecta armonía y, como buenos vecinos, se hacían muchos favores mutuamente. Por ejemplo, cuando la sequía hacía estragos, la Tierra pedía ayuda al Cielo para que regara los campos y los animales pudiera abrevar. Y entonces el Cielo enviaba a su hija la Lluvia…
Pero, un día, la Tierra tuvo una hija, Mahura. Era muy bella y muy inteligente y estaba muy unida a su madre. Mahura tenía muchas cualidades y un solo defecto: trabajaba demasiado.
Todas las noches, a la misma hora, Mahura sacaba su enorme mortero de la choza materna y se ponía a machacar, moler y triturar grandos de mijo, y raíces de yuca. Trituraba y trituraba sin parar, incansablemente. Le gustaba mucho su trabajo y lo hacía cantando alegres canciones.
Sólo había un problema: el mazo para triturar los granos era tan largo, tan largo, que cada vez que lo levantaba, daba un fuerte golpe en la frente del Cielo, golpe que al Cielo le dolía muchísimo, pues Mahura trabajaba sin descanso y tenía mucha fuerza.
-¡Ah! – se quejaba el Cielo.
-¡Oh! ¡Perdóname, Cielo! – se disculpaba ella.
Y seguía trabajando.
Cuando el Cielo ya había recibido varios golpes y no cesaba de quejarse, Mahura, muy tranquila y como la cosa más natural del mundo, le decía:
-Cielo, por favor, ¿no te importa retroceder un poco? No tengo bastante sitio para mi mazo.
Entonces el Cielo, refunfuñando y trotándose el chichón, los muchos chichones que tenía el la frente, retrocedía un poco.
Y Mahura continuaba su tarea. Pero cuanto más trabajaba, con más ardor lo hacía y el mazo subía y bajaba, a tan gran velocidad que volvía a alcanzar la frete del Cielo, que cada vez tenía más chichones, pues los golpes no paraban. ¡Uno, dos, tres, cuatro mazazos!.
-¡Ay! ¡Ay! - gritaba, adolorido el Cielo.
-¡Oh! ¡Cielo, perdóname una vez más! – exclamaba la bella muchacha sin dejar de trabajar-. Por favor, ¿quieres correrte un poco más? Si te quedas ahí, seguiré haciéndote daño sin querer.
Y el Cielo se iba cada vez más arriba, furioso.
Realmente, ¿qué podía hacer con una muchacha que trabaja con tanto ahínco?.
Así pasaban los días. Mahura no dejaba de machacar los granos, y cuanto más los trituraba, más largo se hacía el mazo. Era tan largo que siempre chocaba con la frente del Cielo.
Todas las noches surgía el mismo problema. El Cielo, a medida que pasaba el tiempo, tenía más chichones en la cabeza y se iba alejando un poco más, llevándose consigo a sus hijas, las Nubes, que estaban muy enfadadas, y su otra hija, la Lluvia, que no hacía más que llorar y llorar…
Siempre la misma escena.
¡El Cielo estaba completamente harto! ¡Ya no podía más! Tenía la frente hinchada y le dolía muchísimo. El mazo de Mahura le daba golpes y golpes sin cesar.
Una noche, su paciencia llegó al límite y decidió poner fin a aquella situación. Acababa de recibir tal cantidad de golpes, que se puso furiosísimo. Se dirigió a la Tierra y le gritó, lleno de ira:
-¡No puedo más, os abandono! ¡Ahí tienes, Tierra, a tu hija! ¡Quédate con ella! ¡Allí donde voy, palabra del Cielo, no me alcanzará mazo alguno jamás! ¡Adiós!.
Entonces el Cielo llamó a las miríadas de nubecitas y a la Lluvia, que se puso tristísima por tener que abandonar los ríos y las marismas, y se fue tan arriba, tan arriba, que a la Tierra le entró una enorme inquietud: ¿Y si el Cielo desaparecía?.
Mahura se quedó junto a su madre con su mazo, su mortero y su mijo, sin hacer nada por evitar la huida del Cielo, las Nubes y la Lluvia, que se alejaban más y más. Ya no tendría que pedir disculpas al Cielo cada vez que le golpeara en la frente y podría moler, tranquila, los granos con su larguísimo mazo.
Pasó el tiempo y Mahura estaba contenta, sola con su madre la Tierra y sin que nadie la molestara.
Pero, un día, echó de menos al Cielo. Ahora las Nubes las saludaban desde demasiado lejos y no podía mantener una conversación alguna con la bonita Lluvia, muy cansada por tener que caer desde tan alto.
Entonces Mahura, que estaba arrepentida de haber obligado al Cielo a irse tan lejos, quiso obtener su perdón.
En el agua del río encontró una enorme pepita de oro y en el fondo de una cueva recogió una bella piedrecita de plata. A la pepita le dio el nombre de Sol, y la piedrecita, el de Luna. Luego lanzó las dos con todas sus fuerzas muy alto, muy alto, en señal de reconciliación, para que el Cielo volviera a ser su amigo.
Si no creen esta historias, alcen la cabeza una noche de verano: descubrirán entonces que las estrellas, que tanto resplandecen en el firmamento, no son más que las cicatrices de los golpes que dio Mahura en la frente del Cielo con su largo mazo.
Además, ¿acaso no decimos que la Luna brilla como la plata y que es de oro el Sol?.
Sea como fuere, lo que sí es cierto es que el Cielo jamás volvió a la Tierra…
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