EL BRAZO DE MUERTO
(Cuento popular Italiano recopilado del Libro: El pájaro Belverde y otros cuentos italianos de Italo Calvino)
(Ilustraciones: Gabrile Naranjo - Fuente: https://medium.com/querre-cuentos/el-brazo-de-muerto-1a0e7cb21b57)
Había un muchacho alto y grandote que no
tenía miedo a nada. Dijo a su padre:
—Querido padre, quiero ir por el mundo a
intentar fortuna—. El padre le dio su bendición y el muchacho se fue.
Llegó a una gran ciudad donde los muros de
las casas estaban tapizados de telas negras y la gente vestía de luto y también
las carrozas y los caballos estaban de luto.
—¿Sucedió algo?— preguntó a uno
que pasaba, y éste sollozando le dijo: —Mire: cerca de aquella montaña hay un
castillo negro, habitado por brujos, y estos brujos quieren que todos los días
se les envíe una criatura humana, que entra en el castillo y no vuelve más.
Antes quisieron a las muchachas, y el Rey tuvo que enviar a todas las mucamas y
las cocineras y las tejedoras y las planchadoras; después a todas las damiselas
de la corte y a todas las damas, y hace pocos días también a su única hija. Y
ninguna de ellas volvió. Ahora el Rey está enviando a los soldados, de a tres,
para ver si se pueden defender, pero nadie vuelve. ¡Oh! Si alguien lograra
liberarnos de los brujos, sería dueño de la ciudad.
—Quiero probar yo —dijo el joven, y de
inmediato se hizo presentar al Rey.
—Majestad, quiero ir yo solo al castillo—.
El Rey lo miró fijo:
—Si lo logras —le dijo—, y liberas a mi hija, te la doy
por esposa y heredarás mi Reino. Basta que tú consigas pasar tres noches en el
castillo para que el hechizo se rompa y los brujos desaparezcan.
En los merlones del castillo hay un cañón.
Si mañana por la mañana aún estás vivo, dispara un tiro, pasado mañana dispara
dos, y en la tercera mañana dispara tres.
Cuando se hizo de noche, el muchacho
emprendió el camino hacia el castillo negro. Sube que te sube, a medianoche
pasó cerca de un cementerio. De las tumbas salieron tres muertos y le dijeron:
—¿Te animas a jugar con nosotros?
—¿Y por qué no? —contestó él—. Pero ¿a qué
quieren jugar?
—A los bolos —dijeron los muertos.
—¿Pero dónde tienen ustedes los bolos?
Los muertos agarraron unos huesos y los
pusieron parados en el suelo.
—Estos son nuestros bolos.
-¿Y la bocha? Yo no veo ninguna bocha.
Los muertos agarraron una calavera. —Esta
es nuestra bocha. —Y comenzaron a jugar a los bolos.
—¿Te animas a jugar por plata?
—¡Claro que me animo!
El joven se puso a jugar a los bolos con
la calavera y los huesos, y de veras que era muy hábil: ganaba siempre él y
ganó toda la plata que tenían los muertos. Una vez que quedaron sin un centavo,
los muertos quisieron la revancha y se jugaron los anillos y los dientes de
oro, y siguió ganado el joven. Jugaron un partido más y después le dijeron:
—Volviste a ganar, y nosotros no tenemos más nada que darte. Pero como las
deudas de juego deben pagarse en seguida, te damos este brazo de muerto que
está aquí desde más de quinientos años; está un poco seco, pero bien
conservado, y te servirá más que una espada. Cualquier enemigo que alcances a
tocar con este brazo, el brazo lo agarrará por el pecho y lo empujará al suelo
hecho cadáver, aun si es un gigante.
Los muertos se fueron y dejaron al
muchacho con ese brazo en la mano.
Prosiguiendo su camino, el muchacho llegó
al castillo negro con el brazo de muerto escondido debajo de la capa. Subió las
escaleras y entró en un salón. Había una gran mesa puesta, cargada de comida,
pero las sillas tenían el respaldo dado vuelta hacia la mesa. Dejó todo como
estaba, fue a la cocina, encendió el fuego, y se sentó cerca del hogar,
teniendo el brazo de muerto en la mano. A medianoche oyó voces en la chimenea
que gritaban:
¡Ya matamos a muchos,
ahora te toca a
ti!
¡Ya matamos a muchos,
ahora te toca a ti!
Y ¡patapúfete!, de la chimenea bajó un
brujo, y ¡patapúfete!, bajó otro, y ¡patapúfete!, el tercero, todos con caras
tan feas que asustaban y con unas narices tan largas que se doblaban en el aire
como brazos de pulpos tratando de agarrarse a las manos y a las piernas del
joven. Él comprendió que por sobre todo tenía que cuidarse de esas narices, y
comenzó a defenderse con el brazo de muerto, como si estuviera practicando
esgrima. Con el brazo de muerto tocó a un brujo en el pecho, y nada. Tocó a
otro en la cabeza, y nada. Al tercero lo tocó en la nariz y la mano de muerto
agarró esa nariz y le dio un tirón tan fuerte que el brujo murió. El joven
comprendió que la nariz de los brujos era peligrosa, pero que era también su
punto vulnerable, y se puso a apuntar a la nariz. El brazo de muerto agarró por
la nariz también al segundo y lo mató; lo mismo hizo con el tercero. El
muchacho se frotó las manos y fue a dormir.
A la mañana siguiente subió a los merlones
y disparó el cañón: “¡Bum!” Desde el bajo, en el pueblo donde todos estaban
ansiosos, vio que agitaban miles y miles de pañuelos enlutados.
Cuando al anochecer volvió a entrar en el
salón, encontró ya una parte de las sillas dadas vuelta y puestas en la
posición justa. Y por las otras puertas entraron damas y damiselas tristes y
vestidas de luto y le dijeron:
—¡Resista, por piedad! ¡Devuélvanos la libertad!
—Después se sentaron a la mesa y comieron. En seguida de cenar se fueron todas,
con grandes reverencias. Él fue a la cocina, se sentó bajo la chimenea y esperó
la medianoche. Cuando oyó la duodécima campanada, por la chimenea se oyeron
nuevamente las voces:
¡Nos mataste a tres hermanos,
ahora te
toca a ti!
¡Nos mataste a tres hermanos,
Ahora te toca a ti!
Y patapúfete, patapúfete, patapúfete, tres
enormes brujos, con una nariz larguísima cayeron de la chimenea. El joven,
esgrimiendo el brazo de muerto, no tardó en agarrarlos por la nariz y tenderlos
en el suelo, hechos cadáveres los tres.
A la mañana siguiente disparó dos
cañonazos: “¡Bum! ¡Bum!”, y allá a lo lejos, en el pueblo, vio agitarse muchos
pañuelos blancos: les habían quitado el crespón enlutado.
La tercera noche encontró que las sillas
dadas vuelta en el salón eran todavía más, y las jóvenes vestidas de
negro entraron en mayor cantidad que la noche anterior.
—¡Sólo por hoy! —le
imploraron—, y nos liberarás a todas!—.
Después comieron con él y se volvieron
a ir. Y él se sentó en el mismo lugar de la cocina. A medianoche las voces que
se pusieron a gritar en la chimenea parecían un coro:
¡Nos mataste a seis hermanos,
y ahora te
toca a ti!
¡Nos mataste a seis hermanos,
y ahora te toca a ti!
Y patapúfete, patapúfete, patapúfete, patapúfete,
cayó una lluvia de brujos que no terminaba más, todos con sus largas narices
bien empinadas, pero el muchacho arremolinaba el brazo de muerto y tantos
brujos llegaban, tantos mataba, y sin esfuerzo, porque bastaba que esa manaza
reseca los tocara en la nariz para convertirlos en cadáveres. Se fue a dormir
realmente satisfecho y, apenas el gallo cantó, todo en el castillo volvió a
vivir y un cortejo de señoritas y damas nobles, con largos vestidos de cola,
entraron en la cocina para agradecerle y reverenciarlo. En medio del cortejo
avanzaba la Princesa. Al llegar frente al joven, el echó los brazos al cuello y
dijo:
—¡Quiero que seas mi esposo!
De a tres entraron los soldados liberados
y le presentaron las armas.
—Suban a los merlones del castillo —ordenó
el joven—, y disparen tres tiros de cañón—.
Se oyó tronar el cañón y allá a lo
lejos en el pueblo se vio cómo agitaban pañuelos amarillos, verdes, rojos,
azules, y el eco de un sonido de trompetas y de tambores.
El muchacho descendió de la montaña encabezando
el cortejo de la gente liberada y entró en el pueblo: los crespones negros
habían desparecido y no se veían más que banderas y cintas coloradas que
flameaban en el viento. Estaba el Rey esperándolos, con la corona enguirnaldada
de flores. El mismo día fue celebrada la boda y hubo una fiesta tan grande que
aún hoy se habla de ella.
Fin.