EL PESCADOR Y SU MUJER
(Cuento de los hermanos Grimm)
(Ilustración - Fuente: Internet)
Había una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar. El pescador iba todos los días a echar su anzuelo para tratar de pescar algo.
Estaba un día sentado junto a su caña en la ribera, con la vista dirigida hacia
su límpida agua, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más
profundo. Al sacarlo del agua se dio con la sorpresa de tener en la punta un
barbo muy grande, el cual le dijo:
-Te
suplico que no me quites la vida; no soy un barbo verdadero, soy un príncipe
encantado; ¿de qué te serviría matarme si no puedo serte de mucho regalo?
Échame al agua y déjame nadar.
-Ciertamente, le dijo el pescador, no tenías necesidad de hablar tanto, pues no
haré tampoco otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un barbo que sabe
hablar.
Lo lanzó al agua y el barbo se sumergió
en el fondo, dejando tras sí una larga huella de sangre.
El pescador se fue a la choza con su mujer:
-Marido
mío, le dijo, ¿no has cogido nada hoy?
-No, -contestó el marido;- he cogido un barbo que me ha dicho ser un príncipe
encantado y le he dejado en libertad.
-¿No le has pedido nada para ti? -replicó la mujer.
-No, repuso el marido; ¿y qué había de pedirle?
-¡Ah! -respondió la mujer; es tan triste, es tan triste vivir siempre en una
choza tan sucia e infecta como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita
para nosotros; vuelve y llama al barbo, dile que quisiéramos tener una casa
pequeñita, pues nos la dará de seguro.
-¡Ah! -dijo el marido, ¿y por qué he de volver?
-¿No le has cogido y dejado nadar como antes? Pues lo harás; ve
corriendo.
El marido no hacía mucho caso; sin embargo, fue a la orilla del mar, y cuando
llegó allí, vio el agua toda amarilla, se acercó al agua y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre mujer grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.
El barbo avanzó hacia él y le dijo:
-¿Qué
quieres?
-¡Ah! -repuso el hombre, -hace poco que te he cogido; mi mujer sostiene que
hubiera debido pedirte algo. No está contenta con vivir en una choza de juncos,
quisiera mejor una casa de madera.
-Puedes volver, - le dijo el barbo- ya la tiene.
Volvió el marido y ya no estaba la choza, en su lugar había una casa pequeña, y
su mujer estaba a la puerta sentada en un banco. Le cogió de la mano y le dijo:
-Entra
y mira: esto es mucho mejor.
Entraron los dos y hallaron dentro de la casa una bonita sala y una alcoba
donde estaba su lecho, un comedor y una cocina con su espetera de cobre y
estaño muy reluciente, y todos los demás utensilios completos. Detrás había un
patio pequeño con gallinas y patos, y un canastillo con legumbres y frutas.
-¿Ves, le dijo la mujer, qué bonito es esto?
-Sí, -dijo el marido; - si vivimos siempre aquí, seremos muy felices.
-Veremos lo que nos conviene, replicó la mujer.
Después comieron y se acostaron.
Continuaron así durante ocho o quince días, pero al fin dijo la mujer:
-¡Escucha,
marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto son tan
pequeños!... El barbo hubiera debido en realidad darnos una casa mucho más
grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscar al barbo; es
preciso que nos dé un palacio.
-¡Ah!, mujer, replicó el marido, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué
nos serviría vivir en un palacio?
-Ve, -dijo la mujer,- el barbo puede muy bien hacerlo.
-No, mujer, - replicó el marido,- el barbo acaba de darnos esta casa, no quiero
volver, temería importunarle.
-Ve, -insistió la mujer,- puede hacerlo y lo hará con mucho gusto; ve, te
digo.
El marido sentía en el alma dar este paso, y no tenía mucha prisa, pues se
decía:
-No
me parece bien, -pero obedeció sin embargo.
Cuando llegó cerca del mar, el agua tenía un color de violeta y azul oscuro,
pareciendo próxima a hincharse; no estaba verde y amarilla como la vez primera;
sin embargo, reinaba la más completa calma. El pescador se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre mujer grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.
-¿Qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.
-¡Ah! -contestó el marido medio turbado,- quiere habitar un palacio grande de
piedra.
-Vete,- replicó el barbo, - ya la tiene.
Marchó el marido, creyendo volver a su morada; pero cuando se acercaba a ella,
vio en su lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, se hallaba en lo alto de
las gradas. Le cogió de la mano y le dijo:
-Entra
conmigo.
Tenía
el palacio un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; numerosos
criados abrían las puertas con grande estrépito delante de sí; las paredes
resplandecían con los dorados y estaban cubiertas de hermosas colgaduras; las
sillas y las mesas de las habitaciones eran de oro; veíanse suspendidas de los
techos millares de arañas de cristal, y había alfombras en todas las salas y
piezas; las mesas estaban cargadas de los vinos y manjares más exquisitos,
hasta el punto que parecía iban a romperse bajo su peso. Detrás del palacio
había un patio muy grande, con establos para las vacas y caballerizas para los
caballos y magníficos coches; había además un grande y hermoso jardín, adornado
de las flores más hermosas y de árboles frutales, y por último, un parque de lo
menos una legua de largo, donde se veían ciervos, gamos, liebres y todo cuanto
se pudiera apetecer.
-¿No es muy hermoso todo esto? -dijo la mujer.
-¡Oh!, ¡sí! -repuso el marido; - quedémonos aquí y viviremos muy
contentos.
-Ya reflexionaremos, -dijo la mujer, - durmamos primero.
A la mañana siguiente despertó la mujer siendo ya muy de día y vio desde su
cama la hermosa campiña que se ofrecía a su vista; el marido se estiró al
despertarse. De pronto la mujer dijo:
-Marido
mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podíamos llegar a ser reyes de
todo este país? Corre a buscar al barbo y seremos reyes.
-¡Ah!, -mujer, repuso el marido,- y por qué hemos de ser reyes, yo no tengo
ganas de serlo.
-Pues si tú no quieres ser rey no me importa, yo quiero ser reina. Ve a buscar
al barbo ahora mismo. Ya te dije que yo quiero ser reina.
-¡Ah!, mujer, ¿para qué quieres ser reina? Yo no quiero ir.
-¿Y por qué no? -dijo la mujer; ve al instante; es preciso que yo sea
reina.
El marido fue, pero estaba muy apesadumbrado de los pedidos de su mujer. No me
parece bien, no me parece bien en realidad, pensaba para sí. No quiero ir; y
sin embargo fue.
Cuando se acercó al mar, estaba de un color gris, el agua subía a borbotones
desde el fondo a la superficie y tenía un olor fétido; se adelantó y
dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre mujer grita y se enfurece;
es preciso darla lo que se merece.
-¿Y qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.
-¡Ah! -contestó el marido; quiere ser reina.
-Vuelve, - dijo el barbo- que ya lo es.
Partió el marido, y cuando se acercaba al palacio, vio que este se había hecho
mucho mas grande. Tenía cuatro torres muy altas decoradas con magníficos
adornos. A la puerta había guardias de centinela y una multitud de soldados con
trompetas y timbales. Cuando entró en el edificio vio por todas partes mármol
del más puro, enriquecido con oro, tapices de terciopelo y grandes cofres de
oro macizo. Le abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba
reunida y su mujer estaba sentada en un elevado trono de oro y de diamantes;
llevaba en la cabeza una gran corona de oro, tenía en la mano un cetro de oro
puro enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban colocadas en una
doble fila seis jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una le llevaba
una cabeza a la otra. Se adelantó y dijo:
-¡Ah, mujer!, ¿ya eres reina?
-Sí, -le contestó,- ya soy reina.
Se colocó delante de ella y la miró, y en cuanto la hubo contemplado por un
instante, dijo:
-¡Ah, mujer!, ¡qué bueno es que seas reina! Ahora no tendrás ya nada que
desear.
-De ningún modo, marido mío, -le contestó muy agitada;- hace mucho tiempo que
soy reina, quiero ser mucho más. Ve a buscar al barbo y dile que ya soy reina,
pero que necesito ser emperatriz.
-¡Ah, mujer! -replicó el marido,- yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me
atrevo a decirle eso.
-¡Yo soy reina, -dijo la mujer,- y tú eres mi marido! Ve, si ha podido hacernos
reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo.
El pobre hombre tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se
decía a sí mismo: No me parece bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado y el barbo
se cansará.
Pensando esto partió hacia el mar. Cuando llegó vio que el agua estaba oscura y
hervía a borbotones, la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba
soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre mujer grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.
-¿Y qué quiere? -dijo el barbo.
-¡Ah, barbo! -le contestó; mi mujer quiere llegar a ser emperatriz.
-Vuelve, -dijo el barbo;- que ya lo es.
Volvió el marido, y cuando estuvo de regreso, se encontró con un palacio aún
más grande. Todo el palacio era de mármol pulido, enriquecido con estatuas de
alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas legiones de
soldados, que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del
palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en calidad de
simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto
entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de más de
mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida
de brillantes y carbunclos; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo
imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que
otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos
que no eran mayores que el dedo pulgar.
Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de duques: el marido
avanzó por en medio de ellos, y le dijo:
-Mujer, ya eres emperatriz.
-Sí, le contestó, ya soy emperatriz.
Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía que veía al
sol. En cuanto la hubo contemplado así un momento:
-¡Ah, mujer, qué buena cosa es ser emperatriz!
Pero la mujer permanecía tiesa, muy tiesa y no decía palabra.
Al fin exclamó el marido:
-¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes desear?
Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba contenta; la ambición la
impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más.
De pronto la mujer lo tuvo claro. Quería ser papa. Sí, papa, porque no hay nada más grande en este mundo que ser Papa.
A la mañana siguiente ni muy bien su marido despertó la dijo:
- Pues, mira marido, lo he estado pensando muy bien y no hay nada mas grande que ser papa, así que quiero que vayas donde el barbo y le digas que quiero se papa.
- ¡Pero mujer!, ¿has perdido la cordura? No puedo hacer eso.
- ¡Si que puedes, no te solo estoy pidiendo, te lo estoy ordenando como tu emperatriz!
- Pero, pero, pero....- el pobre hombre no tenía más que decir.
Salió de casa cabizbajo, triste y desconsolado. No quería pedirle semejante cosa al barbo. Pero no había otra cosa que hacer. Sino complacía a su mujer era capaz de cualquier cosa.
Cuando llegó el agua estaba negra, el viento soplaba fuerte y se levantaban olas grandes. Asustado por lo que veía el pescador grito:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre mujer grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.
-¿Y qué quiere ahora? -dijo el barbo.
-¡Ah, barbo! -le contestó el hombre apenado;- mi mujer quiere papa.
-Vuelve, -dijo el barbo;- que ya lo es.
Cuando el marido llegó a su casa vio un palacio maravilloso, de paredes hechas de marfil tan blanco y brillante como la nieve. Tenía grandes altares con cruces de oro incrustadas con diamantes y piedras preciosas. Las campanas de los campanarios eran de oro macizo y las alfombras hechas de seda fina y las mejores telas del mundo. Los muebles tallados en marfil con incrustaciones de con oro, plata y diamantes. Su mujer estaba sentada en un trono realmente hermoso, llevaba en la cabeza una mitra de seda fina con piedras preciosas, un báculo hecho de oro puro con diamantes y esmeraldas, una sortija enorme de oro y piedras preciosas y una cruz colgada en el pecho elaborada con marfil, madera y oro que relucía iluminando todo el lugar. Junto a la mujer había una enorme fila de cardenales, arzobispos, obispos, curas, secretarios y un sin fin de personas.
El marido se acercó a su esposa y le dijo:
- Pues bien mujer, ya eres papa, ahora espero que estés tranquila.- Y el pobre pescador cansado se fue a dormir.
El marido durmió profundamente; había andado todo el día, pero la mujer no pudo
descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda la noche,
pensando siempre en ser todavía más; y no encontrando nada por qué decidirse.
Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se incorporó un
poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos del
sol...
-¡Ah! -pensó;- ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la Luna?- Marido
mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al barbo; ya sé lo que quiero.
-
¿Pero mujer, que es lo que quieres ahora? ¿ya no tienes suficiente? ¡Ya basta de pedir y pedir!
-
¡No! No es suficiente, ya sé lo quiero. Quiero ser Dios!
El marido
estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera, que se cayó de la cama.
Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y preguntó:
-¡Ah, mujer! ¿Qué dices?
-Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es preciso que
los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una hora de
tranquilidad, pues estaré siempre pensando en que no los puedo mandar
salir.
Y al decir esto le miró con un ceño tan horrible, que el pobre marido sintió tanto miedo que comenzó a sentir todo su cuerpo bañarse en un sudor frío.
-Ve al instante, quiero ser Dios.
-¡Ah, mujer! -dijo el marido arrojándose a sus pies;- el barbo no puede hacer
eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo suplico,
conténtate con ser emperatriz.
Entonces echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden alrededor de su
cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié gritando:
-No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante ¡Vete ya
mismo! ¡Quiero ser Dios!– gritó la mujer presa de la ira, la rabia y la locura.
El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un insensato.
Pero mientras caminaba hacia el mar vio que la tempestad se había desencadenado y rugía
furiosa; las casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar,
y el cielo estaba negro como la pez; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba
olas negras tan altas como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima
una corona blanca de espuma. Púsose a gritar, pues apenas podía oírse él mismo
sus propias palabras:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre mujer grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.
-¿Qué quieres tú, amigo? -dijo el barbo.
-¡Ah, contestó, ahora quiere ser Dios!
-Vuelve, la encontrarás en la choza.
Y cuentan que hasta ahora el pescador y
su mujer viven allí todavía.
Fin.