Obedeció el muchacho y se puso en camino. Había andado un trecho cuando se
encontró con un hombrecillo canoso, el cual le preguntó qué llevaba en el
cesto. Le respondió Ulrico (tal era el nombre del mozo):
- Patas de rana,
A lo cual le replicó el enano:
- Pues patas de rana son y serán - y se alejó.
Al llegar Ulrico al palacio, anunció que llevaba manzanas para curar a la
princesa. El rey se alegró y mandó que llevasen a Ulrico a su presencia. Pero,
¡oh, sorpresa!, al abrir el cesto se vio que en vez de manzanas contenía patas
de rana, que aún se movían. El rey se indignó y mandó que lo arrojasen de
palacio. Ya en casa, contó a su padre lo que le había sucedido, y entonces el
hombre envió al hijo segundo, el cual se llamaba Samuel. Pero a éste le ocurrió
lo que a su hermano mayor.
Se topó también con el mismo hombrecillo y, a su
pregunta de qué contenía el cesto, respondió:
- Cerdas.
- Pues cerdas son y cerdas serán - replicó el enano.
Cuando se presentó en palacio afirmando que llevaba manzanas para curar a la
princesa, no querían admitirlo, diciendo que ya se había hecho anunciar otro
necio con el mismo cuento.
Pero Samuel insistió en que traía manzanas y en que le permitiesen entrar. Le creyeron, al fin, y lo condujeron ante el Rey. Pero cuando abrió el cesto,
aparecieron cerdas. Fue tanto el enojo del Soberano, que ordenó arrojar a
Samuel a latigazos. Al llegar el mozo a casa, relató su percance y mala
ventura. El hijo menor, a quien llamaban siempre el tonto, le preguntó a su padre si le permitiría ir, a su vez, con las manzanas.
- ¡Ésa es buena! - replicó el hombre -. ¡Fíjense en quién pide hacer el
recadito! Los listos salen mal parados, y tú pretendes salir airoso.
Pero el pequeño siguió:
- De todos modos, dejadme ir, padre.
- ¡Márchate de aquí, estúpido! Tendrás que aguardar a ser más listo - replicó
el padre, volviéndole la espalda.
Pero Juanillo, tirándole de la chaqueta, porfió:
- ¡Dejadme que vaya, padre!
- ¡Por mí. puedes ir! ¡Ya veremos cómo vuelves! - gritó, al fin, el hombre.
Pero el chico pegó un salto de alegría.
- Tú siempre haciendo tonterías.
Cada día te vuelves más bobo- repitió el padre. Pero Juanillo no se inmutó ni
perdió por ello su contento.
Como ya anochecía, pensó que sería mejor aguardar a la mañana siguiente.
"Hoy no llegaría a la Corte," se dijo. Pasó la noche desvelado, y los
pocos momentos en que estuvo amodorrado, soñó con hermosas doncellas, palacios,
oro y plata y otras cosas por el estilo. De madrugada se puso en camino, y al
poco rato se encontró con un enano gruñón vestido de gris, que le preguntó qué
llevaba en el cesto. Juanito le respondió que llevaba manzanas para la hija del
Rey. Esperaba que comiéndolas se curaría.
- Bien - respondió el hombrecillo, manzanas son y manzanas serán.
En la Corte le negaron rotundamente la entrada, alegando que ya habían venido
otros dos pretendiendo llevar manzanas, y luego había resultado que uno traía
patas de rana, y el otro, cerdas. Pero Juanillo rogó y porfió, asegurando que
no llevaba patas de rana ni mucho menos, sino las manzanas más hermosas que se
producían en todo el reino. Y como se expresaba con tanta ingenuidad, pensó el
portero que no debía mentir, y le dejaron paso libre. Con lo cual demostró ser
muy cuerdo, pues cuando Juanillo abrió su cesto ante el Rey, salieron a relucir
unas magníficas manzanas doradas. El Soberano se alegró y dispuso que se
sirvieran inmediatamente algunas a su hija, quedando él en impaciente espera
hasta que se le diese cuenta del resultado obtenido. Y, en efecto, al cabo de
muy poco rato vinieron a informarle. Pero, ¿quién creen que vino? Pues la
princesa en persona, la cual, no bien hubo probado la fruta, saltó de la cama,
milagrosamente curada y repuesta. Es imposible pintar con palabras la alegría
del Rey. Sin embargo, se resistía a dar a su hija por esposa a Juanillo, y,
así, puso por condición al mozo la de que antes le construyese una barca capaz
de navegar mejor por tierra que por agua. Juanillo aceptó, regresó a su casa y
contó a los suyos su aventura. Entonces el padre envió a Ulrico a cortar madera
para fabricar la embarcación, y el muchacho se puso al trabajo con brío y
silbando. A mediodía, cuando el sol se hallaba en lo más alto, presentósele un
enanillo canoso y le preguntó qué hacía:
- Cucharones - respondió Ulrico.
- Pues bien - replicó el otro -, cucharones serán.
Al anochecer, creyendo el mozo terminada la barca, quiso subirse a ella, pero resultó
que eran cucharones y no otra cosa.
Al día siguiente salió al bosque Samuel y le ocurrió lo mismo que a Ulrico. El
tercero fue Juanillo, el cual se puso a trabajar con tanto ardor, que en todo el
bosque resonaban sus vigorosos hachazos; y, además, silbaba y cantaba
alegremente. Volvió a mediodía el hombrecillo, cuando el calor era
achicharrante, y le preguntó qué hacía:
- Una barca que navegue mejor por tierra que por agua y, añadió, que cuando
la tuviese terminada le concederían la mano de la hija del Rey.
- Pues bien - dijo el enano -: una barca será.
Al declinar el día, cuando el sol se puso entre resplandores de oro, Juanillo
había terminado la construcción de la barca y de todos sus accesorios e,
instalándose en ella, se dirigió a remo hacia la ciudad-residencia del Rey; y la
barca corría como el viento. El Rey lo vio desde lejos, pero siguió negándose a
otorgarle la mano de su hija, diciéndole que antes debía guardar cien liebres
desde la madrugada hasta el anochecer; y si se escapaba una sola, no se casaría
con la princesa. Juanito se conformó, y al siguiente día salió al prado con su
rebaño, vigilando que ninguna liebre huyese. Al poco rato compareció una de las
criadas de palacio a pedirle una de las piezas, pues había llegado un
forastero. Pero el mozo, dándose perfecta cuenta de su traición, se negó a
entregársela, diciendo que el Rey tendría que aguardar al día siguiente para su
asado de liebre. La muchacha, sin embargo, no cejó, enfadándose, al final, y
dirigiendo improperios al pastor. Entonces le dijo Juanillo que entregaría una
liebre, con la condición de que fuese a buscarla la princesa en persona. Volvió
la criada con el recado a palacio, y la hija del Rey bajó al prado. Entretanto
se había presentado a Juanillo el enano de la víspera, preguntándole qué estaba
haciendo. ¡Casi nada! Tenía que guardar cien liebres, procurando que no
escapase ni una sola; si lo conseguía, se casaría con la princesa y sería rey.
- Bien - respondióle el enano -; aquí tienes este silbato; si escapa una, no
tienes más que silbar y volverá enseguida.
Vino la princesa, y Juanillo le puso una liebre en el delantal; pero cuando se
había alejado cosa de cien pasos, el muchacho hizo sonar el pito, y la liebre,
saltando del delantal de la princesa, en un abrir y cerrar de ojos estuvo otra
vez con el rebaño. Al anochecer volvió a silbar el pastor, y, después de
comprobar que no faltaba ninguna liebre, condujo la manada a palacio. El Rey estaba admirado al ver que Juanillo había logrado guardar cien liebres sin que se le
escapase una sola. A pesar de ello, siguió negándose a entregarle a su hija:
antes debía traerle una pluma de la cola del ave Grifo.
Juanillo se puso inmediatamente en camino, andando briosamente en la dirección
que marcaba su nariz. Ya oscurecido llegó a un palacio, donde pidió albergue,
pues en aquellos tiempos no se estilaban aún las hospederías. Lo acogió alegremente el señor del castillo y le preguntó adónde se dirigía. A lo que
respondió Juanito:
- A la casa del Grifo.
- Conque a la casa del Grifo, ¿eh? Pues me harás un favor, si es cierto que el
Grifo lo sabe todo, como dicen. He perdido la llave de un arca de hierro, y
quisiera que le preguntases dónde está.
- Con mucho gusto - respondió Juanillo -. Así lo haré.
A la mañana siguiente, de madrugada, partió de nuevo, y llegó a otro palacio,
en el que pasó también la noche. Cuando sus moradores se enteraron de que se
dirigía en busca del Grifo, le dijeron que una hija de la casa estaba enferma,
y, a pesar de haber acudido a todos los remedios imaginables, no había manera
de curarla. ¿Podría él preguntar al Grifo la manera de sanar a la muchacha?
Brindóse Juanillo a hacerlo y reemprendió la ruta. Llegó entonces a un río en
el que, en vez de una barca, había un hombre altísimo y fornido que conducía a
los Viajeros de una a otra orilla. Preguntó también a Juanillo por el objetivo de
su viaje.
- A la casa del Grifo - díjole el mozo.
- En ese caso - añadió el gigante -, si consigues encontrarlo, pregúntale por
qué se me obliga a llevar a los viandantes a través del río.
- Así lo haré - prometió Juanillo. El hombre se lo echó a cuestas y lo condujo
a la orilla opuesta.
Poco después llegaba Juanillo a la mansión del Grifo. Sólo encontró a la mujer;
el monstruo estaba ausente. La mujer le preguntó qué buscaba allí, y el
muchacho se lo contó todo: Que necesitaba una pluma de la cola del Grifo; que
en un palacio habían perdido la llave de una caja de caudales y debía preguntar
al Grifo por su paradero; que en otro palacio había una muchacha enferma y
deseaban que el Grifo les indicase un remedio, y, finalmente, que a poca
distancia de allí, al borde del río, había un hombre encargado de pasar a los
vianjantes y quería saber por qué se le forzaba a ello.
- Tenen presente, amigo - dijo la mujer -, que ningún cristiano puede hablar
con el Grifo, pues los devora a todos. Pero si te escondes debajo de su cama,
cuando duerma por la noche te acercas a él y le arrancas una pluma de la
cola. En cuanto a las cosas que deseas saber, yo se las preguntaré.
Juanillo se avino a ello y se ocultó bajo la cama. Al cerrar la noche, llegó el
ave. En cuanto entró en la habitación, dijo husmeando:
- Mujer, aquí huele a cristiano.
- Sí - respondió ella -, vino hoy uno, pero ya se marchó y el Grifo no
insistió.
A media noche, mientras dormía, roncando ruidosamente, Juanito se le acercó, y,
de un tirón, le arrancó una pluma del rabo. El monstruo se despertó sobresaltado
y exclamó
- Mujer, huele a cristiano, y, además, diría que alguien me ha tirado de la
cola.
- Estarías soñando - lo tranquilizó su mujer -, y ya te dije que había venido
un cristiano, pero que se marchó. Me contó un sinfín de cosas. Dice que en un castillo
han perdido la llave de un arca y no la encuentran en ninguna parte.
- ¡Los muy tontos! - dijo el Grifo -. La llave está en la casa de madera, detrás
de la puerta, bajo un montón de leña.
- Luego me dijo también que en otro palacio había una muchacha enferma y no
encontraban el medio de curarla.
- ¡Los muy tontos! - repitió el ave -. Al pie de la escalera de la bodega, un
sapo ha hecho un nido con sus cabellos; si la muchacha recupera los cabellos,
sanará.
- Finalmente, me contó que en un río hay un hombre condenado a pasar a los
viajantes.
- ¡El muy estúpido! - exclamó el Grifo -. Si dejase a uno de ellos en el centro
del cauce, no necesitaría seguir transportando gente.
De madrugada se levantó el Grifo y se marchó. Entonces Juanillo salió de debajo
de la cama provisto de su hermosa pluma; además, había oído lo que la
prodigiosa ave dijera acerca de la llave, la muchacha y el hombre. La mujer se
lo repitió todo de nuevo para que no se le olvidase, y el mozo emprendió el
regreso. Llegó, en primer lugar, hasta el hombre del río, el cual le preguntó
enseguida qué le había dicho el Grifo. Juanillo le prometió que se lo diría una
vez lo hubiese llevado a la otra orilla. El hombre lo pasó, y entonces el
muchacho le dijo que en cuanto dejase en medio de la corriente a uno de los que
transportaba, quedaría libre de su forzada ocupación. Alegre el gigante en
extremo, en prueba de agradecimiento, le ofreció a pasar de nuevo a Juanillo,
pero éste le dijo que ya tenía bastante y no quería molestarlo más. Y prosiguió
su ruta. Llegó luego al palacio en que residía la doncella enferma.
La cargó en hombros, puesto que ella no podía valerse, la llevó al pie de la
escalera de la bodega y, cogiendo el nido del sapo que había en el peldaño
inferior, lo puso en la mano de la muchacha. En el acto saltó ésta al suelo,
subiendo la escalera por su propio pie, completamente curada. Sus padres
sintieron una gran alegría y obsequiaron a Juanillo con oro, plata y cuanto
quiso llevarse. En el segundo palacio, el muchacho fue directamente a la casa
de madera, y, en efecto, detrás de la puerta, y bajo un montón de leña,
apareció la llave perdida. Se la llevó al dueño, el cual contentísimo, recompensó a
Juanillo, dándole buena parte del oro que encerraba el arca, además de otras
muchas cosas, como vacas, ovejas y cabras.
Al presentarse Juanillo ante el Rey con todas aquellas riquezas: dinero, oro, plata,
vacas, ovejas y cabras, le preguntó el Monarca de dónde había sacado todo
aquello, y el muchacho le respondió que el Grifo lo daba a manos llenas a todo
aquel que se lo pedía. Pensó el Rey que podía aprovecharse de la ocasión y, ni
corto ni perezoso, emprendió el camino de la mansión del ave. Pero al llegar al
río, resultó ser el primero en presentarse allí después de Juanillo, y el
hombre, al pasarlo, le dejó en medio del cauce, donde se ahogó. Juanillo se
casó con la princesa y fue proclamado Rey.
Fin.