LA CAMPANILLA
PLATEADA
(cuento popular
Japonés)
(Ilustración - fuente: Internet)
Vivía
una vez en un templo de una pequeña ciudad, junto al mar, un monje anciano y
bondadoso. Por encima de todo le gustaba sentarse en el porche y contemplar las
olas. Y para no sentirse demasiado solo, había instalado en el tejado sobre el
porche, una campanilla platead, atada a una ancha tira de papel que llevaba
escrito un maravilloso poema. Y cuando el viento soplaba, aunque sólo fuera un
poquito –y al borde del mar siempre hace aire-, el papel se balanceaba y la
campanilla plateada tintineaba agradablemente. El viejo monje se sentaba en el
porche, contemplaba el mar, escuchaba el sonido cristalino de la campanilla
plateada y sonreía de felicidad.
En
la misma ciudad vivía también un boticario.
Desde
hacía mucho tempo le perseguía la mala suerte; en nada d el que emprendía tenía
éxito, y estaba tan triste que ya no sabía qué hacer. En su desdicha, un día se
puso en marcha para visitar al viejo monje y pedirle consejo. Cuando vio al
monje sentado en el porche lleno de
satisfacción, y oyó el dulce sonido de la campanilla plateada, se dio cuenta de
pronto de que él también estaría más alegre si pudiera estar sentado en su
porche y escuchar la campalilla. Reflexionó un buen rato y luego pidió al monje
que le prestara la campalilla aunque sólo fuera por un día.
-¿Por
qué no iba a prestártela? – dijo el monje amablemente.- Pero no olvides
devolvérmela mañana, porque sin la campanilla estoy muy triste.
El
boticario dio las gracias respetuosamente al monje y le prometió devolverle la
campanilla, sin falta, al día siguiente. Luego volvió a su casa y colgó la
campanilla sobre su porche. La campanilla se puso a tintinear y el corazón del
boticario se volvió ligero, ligero, y el mundo le pareció de repente tan bello
que empezó a bailar.
Al
día siguiente, el monje se puso de muy mal humor desde el amanecer. No para de
salir al camino que había delante del templo para ver si llegaba el boticario.
Pero éste no venía. Así pasó una hora, luego otra, y como a mediodía el boticario
seguía sin aparecer con la campanilla, el monje llamó a su discípulo y le
ordenó:
-
Corre a toda velocidad a casa del boticario. Ayer me pidió prestada mi
campanilla plateada y tenía que devolvérmela esta mañana. Ve, recuérdaselo y
dile que espero con impaciencia.
El
discípulo corrió a casa del boticario, pero apenas llegó a su jardín, se
detuvo, asombrado. Oyó el alegre tintineo de la campanilla y vio al boticario
bailando en el jardín; las mangas de los faldones de su quimono flotaban al
ritmo de la danza. El muchacho no sabía cómo dirigirse al boticario; y, de
pronto, él también se puso tan alegre que empezó a bailar.
Pasó
una hora, luego otra: el boticario todavía no había venido y el discípulo
tampoco regresaba. El anciano monje movió la cabeza contrariado y, como cada
vez estaba más triste, llamó a su segundo discípulo y le ordenó:
-
Corre lo más deprisa que puedas a casa del boticario y dile que me devuelva mi
campanilla plateada. Y si, por el camino encuentras a mi primer discípulo, dile
que debería darle vergüenza desobedecer
a su maestro.
El segundo
discípulo corrió tan deprisa como sus
piernas se lo permitieron. Al entrar en el jardín del boticario, oyó un alegre
tintineo y vio, lleno de asombro, al boticario y al primer discípulo bailando
en el jardín. Y antes de que pudieran decidir si regañaría al muchacho por su
olvido o recordaría al boticario que devolviera la campanilla, empezó él
también a girar al ritmo de la danza y se olvidó del mundo.
Otra
hora había pasado, luego otra más. El sol se ponía en el horizonte. Pero ni el
boticario ni ninguno de los discípulos aparecían. El anciano monje no podía
explicarse lo que ocurría. De repente, se puso más triste de lo que había
estado jamás. Por fin, como ya no podía más, se calzó las sandalias y se
dirigió personalmente a casa del boticario.
Mucho
antes de entrar en el jardín, oyó el dulce tintineo de su amada campanilla y
unas risas alegres. Al entrar, vio al boticario y a sus dos discípulos cogidos
de la mano. Bailaban hacia la izquierda, luego hacia la derecha, y una plácida
sonrisa iluminaba sus caras.
El
monje movió la cabeza y no sabía cómo explicarse el fenómeno. Pero aquello no
duró mucho. De pronto, su tristeza se desvaneció, sus pies empezaron a moverse
solos, el monje sonrió al boticario, estrechó sus dos manos a cada uno de sus
discípulos y siguieron bailando los cuatro.
¿Y
qué pasó después? Bueno, si quisiéramos saberlo habría que enviar a alguien al
jardín del boticario. Pero no es seguro que ni volvería. Porque cuando oyera el
sonido alegre de la campanilla y viera a las cuatro personas bailar en el
jardín, lo olvidaría todo y se uniría a ellos. Entonces tendríamos que enviar a
un segundo, a un tercero, a un cuarto…
Y es por eso que dicen que todo aquel que va a aquel jardín no deja de bailar. Y dicen también que siguen bailando hasta el día de hoy.
Fin