Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, una
pequeña región montañosa dónde tenían la costumbre de abandonar a los ancianos
al pie de un monte lejano. Creían que cuando se cumplían los sesenta años
dejaban de ser útiles, por lo que no podían preocuparse más de ellos.
En una
pequeña casa de un pueblecito perdido, había un campesino que acababa de
cumplir los sesenta años. Durante todos estos años había cuidado la tierra, se
había casado y había tenido un hijo. Después había enviudado y su hijo también
se casó, dándole dos preciosos nietos. A su hijo le dio mucha pena, pero no
podía desobedecer las estrictas órdenes que le había dado su señor. Así que se
acercó a su padre y le dijo:
- Padre, los siento mucho, pero el señor de
estas tierras nos ha ordenado que debemos llevar a la montaña todos los mayores
de sesenta años.
- Tranquilo hijo, lo entiendo. Debes hacer lo
que el señor diga -, contestó el anciano lleno de tristeza.
Así que el joven se cargó al viejo a la
espalda, ya que a su padre ya le era difícil caminar por el bosque, e inició el
viaje hacia las montañas. Mientras iban caminando, el joven se fijo que su
padre dejaba caer pequeñas ramas que iba rompiendo. El joven creyó que quería
marcar el camino para poder volver a casa pero cuando le preguntó, el anciano
le dijo:
- No lo estoy haciendo para mi, hijo. Vamos a un lugar lejano y escondido, y sería un desastre que te desorientases y
no pudieses volver. Así que he pensado que si iba dejando ramitas por el camino
seguro que no te perderías.
Al oír estas palabras el joven se emocionó con
la generosidad de su padre. Pero continuó caminando porqué no podía desobedecer
al señor de esas tierras.
Cuando finalmente llegaron al pie de la montaña, el
hijo, con el corazón hecho pedazos, dejó allí a su padre. Para volver decidió
utilizar otra ruta, pero se hacía de noche y no conseguía encontrar el camino
de vuelta. Así que retrocedió sobre sus pasos y cuando llegó junto a su padre
le rogó que le indicara por dónde tenía que ir. Se volvió a cargar a su padre a
la espalda y, siguiendo las indicaciones del anciano, empezó a cruzar el valle
por el que habían venido.
Gracias a las ramitas rotas que el viejo había dejado
por el camino, pudieron llegar a su casa. Toda la familia se puso muy contenta
cuando vieron de nuevo al anciano. Entonces, el joven decidió esconderlo debajo
los tablones del suelo de su cabaña para que nadie lo viese y no le obligasen a
llevárselo otra vez. El señor del país, que era bastante caprichoso, a veces
pedía a sus súbditos que hiciesen cosas muy difíciles. Un día, reunió a todos
los campesinos del pueblo y les dijo:
- Quiero que cada uno de vosotros me traiga
una cuerda tejida con ceniza.
Todos los campesinos se quedaron muy
preocupados. ¿Cómo podían tejer una cuerda con ceniza? ¡Era imposible! El joven
campesino volvió a su casa y le pidió consejo a su padre, que continuaba
escondido bajo los tablones.
- Mira -, le explicó el anciano-, lo que
tienes que hacer es trenzar una cuerda apretando mucho los hilos. Luego debes
quemarla hasta que solo queden cenizas.
El joven hizo lo que su padre le había
aconsejado y llevó la cuerda de ceniza a su señor. Nadie más había conseguido
cumplir con la difícil tarea. Así que el joven campesino recibió muchas
felicitaciones y alabanzas de su señor.
Otro día, el señor volvió a convocar a
los hombres de la aldea. Esta vez les ordenó a todos llevarle una concha
atravesada por un hilo. El joven campesino se volvió a desesperar. ¡No sabía
cómo se podía atravesar una concha! Así que, cuando llegó a casa, volvió a
preguntar a su padre lo que debía hacer y éste le contestó:
- Coge una concha y orienta su punta hacia la
luz- explicó el anciano-. Después coge un hilo y engánchale un grano de arroz.
Entonces dale el grano de arroz a una hormiga y haz que camine sobre la
superficie de la concha. Así conseguirás que el hilo pase de un lado al otro de
la concha. El hijo siguió las instrucciones de su padre y así pudo llevar la
concha ante el señor de esas tierras. El señor se quedó muy impresionado:
- Estoy orgulloso de tener gente tan
inteligente como tu en mis tierras. ¿Como es que eres tan sabio? – le preguntó
el señor.
El joven decidió contestarle toda la verdad:
- Veréis señor, debo ser sincero. Yo debería
haber abandonado a mi padre porqué ya era mayor, pero me dio pena y no lo hice.
Las tareas que nos encomendó eran tan difíciles que solo se me ocurrió
preguntar a mi padre. Él me explicó como debía hacerlo y yo os he traído los
resultados.
Cuando el señor escuchó toda la historia, se
quedó impresionado y se dio cuenta de la sabiduría de las personas mayores. Por
eso se levantó y dijo:
- Este campesino y su padre me han demostrado
el valor de las personas mayores. Debemos tenerles respeto y por eso, a partir
de ahora, ningún anciano deberá ser abandonado. Y a partir de entonces los
ancianos del pueblo mayores de 60 años continuaron viviendo con sus familias, ayudándolos con la sabiduría que habían acumulado a lo largo de
toda su vida.