(Cuento anónimo de la Guinea Española - África)
(Ilustración - Fuente: Internet)
Epaminondas es un negrito, hijo de
una mujer negra tan pobre que, como no podía dar a su hijo más que el nombre,
le puso el más largo que encontró en el santoral católico .
La madrina es otra mujer de raza negra,
algo menos pobre que la madre; quiere mucho al negrito y le dice que vaya a
visitarla con frecuencia para, con ese pretexto, hacerles a madre e hijo algún
regalillo.
Un buen día regala al pequeño un
riquísimo bizcocho, y le advierte:
-Llévalo bien sujeto para que no se
te pierda.
-Bien, madrina – le contesta muy
contento Epaminondas.
Y tanto y tanto aprieta la mano
durante el camino que, cuando va a entregar el regalo a su madre, sólo quedan
unas pocas migas.
-¿Qué me traes, Epaminondas?
-Un bizcocho, madre.
-¡Un bizcocho! ¡Válgale Dios! Pero,
¿qué manera tienes de llevar un bizcocho? ¿Quieres saber cómo se lleva? Lo
envuelves muy bien en un papel de seda y después lo colocas en el ala del
sombrero; lo pones allí y, muy despacito y caminando muy derecho para que no se
te caiga, vienes tranquilamente a casa. ¿Has comprendido?
-Sí, madre.
A los pocos días Epaminondas vuelve
a casa de su madrina, la que ahora le regala un buen pedazo de manteca para el
desayuno del día siguiente.
Epaminondas toma la manteca, la
envuelve con mucho cuidado en un papel de seda y la coloca sobre el ala del
sombrero de paja que lo protege del sol; luego se lo pone en la cabeza y echa a
andar muy despacio, y muy derecho, para su casa. Es un hermoso y caliente día
del verano; el sol derrite la mantequilla, que va cayendo en aceitosas gotas
por la cabeza y cuello del niño.
Y cuando Epaminondas llega a su
casa y quiere entregar a su madre la manteca ya no queda nada y su cuello y su
espalda parecen como untadas para el desayuno.
La madre se lleva las manos a la
cabeza al verlo en este estado.
-¡Dios mío! ¿Pero cómo se te ha
ocurrido traer así la manteca? Para conservarla bien debiste envolverla en
hojas muy frescas y a lo largo del camino ir mojándola en todas las fuentes de
agua que encontrases. Sólo así hubiera llegado a casa en buenas condiciones.
¿Lo has entendido?
-Sí, madre.
Y a la siguiente vez, la madrina
regala a Epaminondas un lindo perrillo. El niño no lo piensa mucho; lo envuelve
en grandes hojas de parra bien frescas, y por el camino lo va metiendo en todos
los arroyuelos que encuentra, de manera que cuando llega a su casa el infeliz
perrito está casi muerto de frío y tiembla como la hoja en el árbol.
-¡Dios me valga! –exclama la
madre-. ¿Qué traes aquí Epaminondas, hijo?
-Un perro chiquito, madre.
-¿Esto es un cachorro? ¿Y es así
como lo tratas? Un perrito se lleva con una cuerda atada al cuello, y tirando
de él con cuidadito para que el animal ande. ¿Has entendido?
-Sí, madre.
Y unos días después cuando vuelve a
casa de la madrina, la buena mujer le regala un sabroso pan, recién sacado del
horno, crujiente y dorado.
Epaminondas le ata una cuerda, lo
pone en el suelo y vuelve a casa tirando de él, como le había dicho su madre
que tenía que hacer con el perrito.
-¡Dios mío! –grita la madre-. ¿Qué
me traes aquí, Epaminondas?
-Un pan que me ha regalado la
madrina –contesta el niño orgulloso.
-¡Epaminondas, hijo, serás mi
perdición! No volverás a casa de tu madrina ni te explicaré ya nada. Seré yo la
que vaya a todas partes.
De este modo, al día siguiente la
madre del pequeño se prepara para ir a casa de la madrina pero antes advierte
al hijo:
-Epaminondas, hijo, ya has visto
que acabo de hacer una hornada de seis pasteles y los he puesto sobre una
tabla, delante de la puerta, para que se enfríen. Vigila que no se los coma el
gato, y, si tienes que salir, mira bien cómo pisas por encima de ellos con
cuidado.
-Sí, madre.
La madre se va y el negrito mira
cómo se enfrían los pasteles, pero como de pronto quiere salir, recuerda lo que le dijo la madre: “mira bien
exactamente cómo pisas encima de ellos” –uno, dos, tres, cuatro, cinco, va poniendo los pies sobre cada pastel,
convirtiéndoles en una pasta.
La madre llega a poco... y nadie
sabe todavía lo que allí pasó, pero el caso es que Epaminondas no podía
sentarse sin decir ¡ay! ¡ay! al día siguiente.