miércoles, 21 de enero de 2009

LOS DOCE MESES

(INFORMANTE: Isabel Benítez Aranega (Algeciras, Cádiz)

(RECOGIDO POR: Encarnación Pérez)

(Ilustración: Laura Michell)

A la orilla de un río vivía una vez un hombre muy bien considerado que tenía dos hijas que eran como la noche y el día: la mayor, caprichosa, y la pequeña, comprensiva. Cuando ya eran unas señoritas, el padre les dijo:


-Ya sois bastante mayores y debéis casaros.


Encontraron novio y así lo hicieron. La hija mayor se casó con el propietario de la mejor tienda del pueblo y la menor con el zapatero del pueblo vecino, que no tenía más fortuna que su propio trabajo. Las dos tuvieron hijos, pero mientras una nadaba en la opulencia, la otra se las ingeniaba para dar de comer a su familia.


Un día, el zapatero, mientras perseguía a un venado por el monte, se alejó de su casa más de lo que esperaba y, cuando el sol se ocultó, no tuvo más remedio que buscar refugio. Después de andar un rato casi a oscuras, vio a lo lejos una luz y se dirigió hacia ella, llegando a una gran mansión.


-¡Eh, abrid!.- Dijo, pero nadie respondió. El hombre entonces se acercó a la puerta. Era enorme, de madera tallada. Llamó varias veces y viendo que no había señales de vida, la empujó y se decidió a entrar. ¡Nunca en su vida había visto tanta riqueza junta! Con una mezcla de miedo y respeto se dirigió a la cocina y, como estaba hambriento, cogió algunas frutas de manera que no se notara demasiado. Después, rendido por el cansancio, se durmió al calor de la chimenea.
 Al instante llegaron los habitantes de la casa: los doce meses del año.


-¿Quién eres? –preguntó Enero, que era el más joven y atrevido. El hombre se despertó aturdido.


-So, soy Samuel, el zapatero. Se me ha hecho tarde y, con todos los respetos, me he tenido que refugiar en su casa.


-No me hagas reír –dijo Febrero-, ¿quieres que creas que no has venido a robarnos?


-No, no era esa mi intención.
- Dijo el zapatero.

-¡Basta! –interrumpió Marzo-. Creo todo lo que dice, pero tenga la amabilidad de levantarse de mi sillón.


El zapatero se levantó dando un salto y se puso de pie junto a la chimenea.


-Está bien –intervino Diciembre- ¿Dónde vives? ¿Qué tal te ha ido en el año?.- 
Las barbas largas y blancas de Diciembre impresionaban al hombre.


-Pues... no puedo quejarme. Todos los meses han sido buenos, aunque mi problema es poder dar de comer a mi familia.


-Bien, bien –dijo Abril, el mes más alegre-. Desde hoy no volverás a preocuparte más por eso. Reconocemos tu franqueza y por ello te vamos a regalar esta porra y esta bolsa. Siempre que quieras comer dirás: “¡Porrita, componte!” y tendrás comida en abundancia. Cuando termine,s volverás a decir: ¡Porrita, descomponte!” y todo se recogerá. En cuanto a la bolsa, cuando quieras dinero sólo tendrás que meterla en tu bolsillo.-


El joven cogió sus regalos y se marchó muy agradecido. Camina que camina, de regreso a su casa, se paró bajo la sombra de un árbol y se dispuso a hacer uso del primer regalo.


-¡Porrita, componte!.- 
Al instante apareció una mesa con todos los manjares que pudiera desear. Cuando hubo terminado, volvió a pronunciar:

-“¡Porrita, descomponte!”.- Y la mesa desapareció a la velocidad de un relámpago.


Entusiasmado con aquello, decidió comprobar la virtud de la bolsa. Se la metió en el bolsillo y al momento se le llenó de monedas de oro tan nuevas y brillantes que creía que estaba soñando. Recogió sus monedas, guardó la bolsa y, feliz y contento, se echó a descansar.
Un buen rato después despertó y, dando gracias al Cielo, emprendió el camino de regreso a su hogar. Contó a su familia lo que le había ocurrido y les hizo una demostración de cómo funcionaban los dos regalos. Su mujer y sus hijos no cabían en sí de alegría, pero el zapatero les advirtió que deberían tener mucha prudencia y no hacer comentarios a nadie. 
Pasó el tiempo y la familia del zapatero se cambió de casa y vio cómo mejoraba su nivel de vida hasta convertirse en una de las más ricas del pueblo.
 La hermana mayor, extrañada por aquel cambio tan afortunado, no paraba de preguntar de dónde les había venido tanta riqueza. Tanto insistió que el zapatero, que este le contó a su cuñado todo lo que le había ocurrido en aquella maravillosa mansión.

Luego la esposa, al escuchar toda esta historia, inmediatamente habló con su marido para que él fuera también a probar fortuna, pero él, que no era tan ambicioso, dijo que no quería ir, que ellos tenían ya bastante para vivir con holgura. Pero la mujer insistió tanto que el hombre no tuvo más remedio que salir en busca de la casa.
 Siguiendo las instrucciones de su cuñado no le fue difícil encontrar la mansión de los doce meses del año. Sin molestarse en llamar empujó la puerta y, con las botas llenas de barro, entró en el comedor, comió todo lo que quiso y después se echó a dormir en la mejor cama que halló, sin preocuparse de cerrar la puerta siquiera.

Llegaron los doce meses del año y rápidamente, con desagrado, notaron el comportamiento de aquel hombre.


-¡Eh, buen hombre! ¡Despierte!.-


El hombre se despertó y les contestó de malos modos:


-¡Déjenme dormir! Mañana hablaremos.


-Bien –respondió Diciembre, maravillado por la actitud de aquel mortal.
 A la mañana siguiente, el hombre se despertó muy temprano y aporreó las puertas de los dormitorios de los meses del año. Estos salieron de inmediato y le hicieron las mismas preguntas que al zapatero:


-¿Dónde vives? ¿Qué tal te ha ido en el año?


-El año no ha podido ser más malo. Yo tengo una tienda y casi no he vendido nada. Además, no me gusta que nadie se meta en mi vida, así que denme los regalos para marcharme cuanto antes.


Los meses, ante la exigencia de aquel hombre, le dieron los regalos.

-Bueno, hombre –le dijo Noviembre-. Puesto que ya conoces el don de estos regalos y ya sabes cómo manejarlos, toma tu porra y tu bolsa.


Él, impaciente por probar los objetos mágicos, no esperó a tener hambre y decidió ponerlos a funcionar inmediatamente. Y, qué sorpresa se llevó. Al pronunciar las palabras mágicas:

-“¡Porrita, componte!”-. La porra la emprendió a golpes con el hombre, que quedó magullado y lleno de moratones. Después de la paliza recibida probó suerte con la bolsa. La metió en su bolsillo y creyó morir del susto al ver salir tantas ranas y culebras.
El hombre estaba indignado, así que pensó castigar a su mujer por haberle obligado a meterse en aquella aventura. Así que, cuando llegó a su casa y escuchó:

-“¿Cómo te ha ido? ¿Traes los regalos?”-, El marido le respondió:


-Coge la porra y la bolsa y entra en la sala. Y después pronuncia las palabras mágicas-.


Si grande fue la paliza que recibió el marido, más grande fue la que tuvo que aguantar ella, sobre todo porque de tantos golpes no se acordaba de las palabras mágicas para mandar parar la porra.


Menos mal que el marido se compadeció de su mujer y no la dejó probar suerte con la bolsa.

La esposa se dio cuenta de lo que había hecho, se arrepintió y le pido perdón al marido.

Desde ese día la mujer nunca mas volvió a desear más de lo que tenía y agradeció todos los días de su vida el estar viva después de aquella paliza.

¿Y a tí? ¿Qué tal te ha ido en el año?

miércoles, 7 de enero de 2009


LOS PIOJITOS DE LA PRINCESA
(Cuento popula Suizo)
(Del libro: Cuentos Populares Suizos)
(Ilustración: Marjorie Ann)

Las princesas son, en medio de todo, infelices criaturas. Solamente pueden jugar con princesas iguales a ellas, y de éstos hay, en verdad, muy pocos.
Por eso, la pequeña princesa tenía que lanzar completamente sola su pelota de oro al aire y volverla a coger de nuevo, cuando salía a jugar en el jardín del palacio. Pero esto le aburría muchísimo.
Un día, desde el otro lado del muro llegó hasta ella el sonido de alegres risas. La princesita escuchó, y luego miró hacia la doncella que la vigilaba. Ésta se hallaba sentada en un banquillo; pero era evidente que estaba a punto de dormirse, pues el tiempo era bochornoso: tan pronto llovía como hacía un calor sofocante. En este momento se cerraron los ojos de la doncella. La pequeña princesa conocía la puertecilla que había en el muro del jardín del palacio. Pero sabía también que un soldado la vigilaba constantemente.
Pero, ¡oh suerte! También el soldado se había dormido en su garita, a causa del bochorno. Así la princesita pudo deslizarse como un ratoncillo, sin ser vista. Con curiosidad miró calle arriba, calle abajo. Un niño y una niña estaban sentados en el bordillo de la acera, entretenidos en hacer correr barquitos de papel en un arroyo de la calle. Con las puntas de los pies descalzos o con bastoncitos de caña, desviaban los barquitos que querían deslizarse en la alcantarilla. Sin embargo, si esto sucedía, reían fuertemente los dos muchachos, y él niño hacía entonces un nuevo barquito. Nunca había visto la princesa un juego tan agradable y entretenido como aquél.

- ¿Puedo jugar con vosotros? - les rogó la princesita.
- Por mí... - dijo el muchacho.
- Sí, con mucho gusto - dijo la muchacha.
Entonces abrazó la princesa a la muchacha y se sentó junto a ella en el bordillo de la acera. Parecía que ahora empezaba para ella una nueva vida, y esta maravilla duró casi media hora. Hasta que de pronto se oyó gritar detrás del muro:
- ¡Princesa! ¡Princesa!
En ese instante se abrazaron las dos muchachas, y la princesa dijo:
- ¡Qué lástima que no pueda quedarme siempre a tu lado!
Acompañada por siete doncellas, regresó de nuevo la hija del rey a palacio, y tras ella marchaba el soldado. En el palacio se llevaban las doncellas las manos a la cabeza y gemían con desconsuelo:
- ¡Ha jugado con niños de la calle! ¡Desnudadla y arrojad todos los vestidos al fuego!...
Después la bañaron cuidadosamente. Pero cuando comenzaron a peinarle los cabellos, lanzó la primera doncella un fuerte grito.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó la princesa, compasiva.
- ¡Terror sobre terror! - lamentó la doncella, y pidió a gritos una bandeja de oro.
Sobre ella colocó un pequeño puntito de color pardo, que se agitaba alegremente.
Luego reunió a las demás doncellas del servicio de la princesa. Todas se inclinaron sobre un diminuto animalillo, y la más vieja sentenció, llena de espanto:
- ¡Es un piojo!. Lo ha cogido de la andrajosa muchacha. ¡Al fuego con él!
Pero entonces exclamó la princesita:
- ¡No es ninguna muchacha andrajosa! Es mi amiga. Y el piojito quiero conservarlo yo. No ha de ir al fuego.
Entonces se desmayaron las siete doncellas al oír semejantes cosas. La princesa, sin embargo, se apresuró a ir con la bandeja de oro hacia la reina:
- Reina, querida madre. ¡Quieren quitarme el piojito, el regalo de mi amiga! - exclamó.
Entonces se desmayó también la reina, y se llamó apresuradamente al rey. Este echóse a reír cuando supo de qué se trataba y dijo:
- Princesa, princesa, ¡Ese pequeño animalito muerde!
Hizo una seña a un soldado, y éste se llevó la bandeja de oro en que estaba el piojito. La princesita, entonces, comenzó a llorar amargamente, y no había manera de consolarla.
Como al tercer día aun seguía llorando la princesa, hizo venir el rey a su orfebre, que era un hombre hábil y famoso en su oficio. El rey le ordenó que hiciera para la princesa un piojo de oro, el cual resultó en extremo maravilloso. Pero la princesita arrugó la nariz al verlo y dijo:
- Éste piojito no puede caminar.
Entonces ordenó el rey al orfebre que hiciera otro piojillo de oro que pudiera caminar. El orfebre se dio gran maña y, después de siete días de trabajo, pudo regalar el rey a su hija un magnífico piojillo que corría con sus seis ligeras patas. La princesita gritó de júbilo, y puso el piojillo sobre sus rizos. ¡Oh! ¡Cómo cosquilleaba! La princesita reía, y el rey exclamaba lleno de alegría:
- ¡Orfebre, tú has de hacer cien de estos piojitos para la princesa!
Y entonces así se hizo, como el rey mandaba, y nadie se sentía más feliz que la princesa. Pero sólo duró tres días esta felicidad. Al cuarto día, dejó caer la triste cabecita y se lamentó:
- Mis piojitos pueden caminar, pero no pueden morder. ¡Qué alegría tienen los niños que viven fuera del palacio!... Sus piojillos muerden.
En su terquedad, no quiso ver ya siquiera los cien dorados animalitos que traía el orfebre. Los encerró todos en una cajita y los lanzó en amplio circulo por encima del muro del palacio.
Allí estaban jugando como siempre los dos muchachos: el niño y la niña de las barquitas de papel. La chiquilla abrió la cajita y comenzaron a huir de allí todos los piojitos de oro. Tan rápidos corrían, que cada uno de los dos muchachos sólo pudo atrapar a uno de ellos. Luego los llevaron a sus padres.
¡Cómo se asombraron éstos del hallazgo! Los dos piojitos de oro no sólo podían caminar, sino también buscarse para bailar los dos juntos. El padre, un diestro afilador de cuchillos y tijeras, se dio cuenta enseguida de que estos animalitos eran muy valiosos. Por temor de que el rey pudiera hacerlos buscar de nuevo, se trasladó con su familia a otro país. Esto le era fácil, pues vivían en un carro, y medios para poder vivir afilando cuchillos y tijeras los hay en todos partes.
En el país extranjero a que llegaron fueron admirados también grandemente los habilidosos animalitos. Tanto, que el rey de aquel país oyó hablar de ellos como de algo maravilloso. Entonces mandó llamar al afilador de tijeras y le compró por una gran suma los dorados piojitos bailadores.
¿Pueden imaginarse lo primero que se compraron los vagabundos con este dinero? Pues nada mas y nada menos que un peine muy fino. Con él peinó la madre los cabellos de sus hijos y sacó de ellos todos los piojitos. Desde entonces no tuvieron ya que rascarse más la cabeza y pudieron dormir en adelante tranquilos por fin. No podía negarse que eran las personas más felices de este mundo.
¿Y La princesa?. Pues ella lamentó, sin embargo, durante toda su vida que el orfebre del rey no fuera capaz de fabricar piojitos que no sólo caminaran y bailaran, sino que pudieran también morder.
Sí, sí; así son las princesas.